Capítulo 16

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Todo el mundo lleva comida al funeral. Se comportan como si fuese una especie de fiesta, con esos platos de papel que no sirven para nada porque son tan pequeños que ni siquiera cabe una ración de comida decente y con cazuelas a rebosar de comida casera que te sirves con cucharas que ya han utilizado otros comensales.

 Se comportan como si fuese una especie de fiesta, con esos platos de papel que no sirven para nada porque son tan pequeños que ni siquiera cabe una ración de comida decente y con cazuelas a rebosar de comida casera que te sirves con cucharas que ...

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«Puedes devolverme la cazuela cuando quieras. Por favor, no te preocupes ahora por eso.» La gente suelta esa clase de estupideces. O: «Estaba preciosa, ¿verdad?», como si a nadie le resultara asqueroso y espeluznante vestir y maquillar a una muerta para que parezca sana y llena de vida. O: «Ha sido un funeral magnífico». No, no lo ha sido. Hacía un calor insoportable y el nudo de la corbata me ha irritado el cuello. Y no ha sido magnífico, ha sido triste. Por eso la gente no ha dejado de llorar.

—Nicky, pero qué elegante te has puesto —dice la señora Tillman que, de repente, parece haberse olvidado de que contrató a un abogado para que enviara una carta a mis padres exigiendo el pago de los daños que el sintetizador había provocado en el sistema de sonido de su tienda.

—Gracias —respondo, y me pongo de pie—. Voy a por más comida.

—Adolescentes. Os prometo que, si zampara como ellos, me daría un infarto aquí mismo.

Hasta entonces, en la casa de los Peterson reinaba un silencio educado; tan solo se oía el zumbido de murmullos y susurros. Pero, tras ese comentario, el silencio es absoluto. Se podría oír hasta el pedo de una ardilla.

—Lo siento. No sé en qué estaba...

—No pasa nada, Marcia. Tan solo te pido que bajes un poco el tono. Anda, vamos a ver qué tal están los niños.

Entro en la cocina y empiezo a abrir y cerrar cajones para que parezca que estoy buscando algo en concreto. Intento evitar miradas lastimosas y fúnebres. Poco a poco, la gente se va dispersando y por fin me quedo solo. Creo que jamás he estado solo en la cocina de los Peterson. De hecho, pensándolo bien, casi nunca he estado solo en esa casa. Es como si hubiera alguien espiándome siempre, observando todo lo que hacía; si abría una puerta, aparecía el señor Peterson como por arte de magia. Si deambulaba por un pasillo que desconocía, enseguida me topaba con Aaron y me arrastraba hacia su habitación, o a la cocina. Incluso Mya parecía seguirme allá donde iba. En realidad, la única persona que no solía prestarme mucha atención era Diane Peterson.

Mamá y Diane tienen muchas cosas en común. Tenían muchas cosas en común. A mamá le hacen gracia los chistes que papá tilda de «clase baja» y siempre que se toma unas copas de vino tinto al día siguiente tiene migraña. Le gustan los gatos y odia los pájaros, y aunque asegure que le gustan los perros, creo que solo lo dice para que la gente no la tome por una especie de monstruo. Diane era igual. Solo que a ella le consumían sus pensamientos y perdía la noción de la realidad. Mi abuela siempre me advertía que no dejara que me pasara eso. Diane vivía aferrada al pasado, a aquella época en que Raven Brooks era un lugar amable y acogedor, en que podía charlar sobre vecinos que pululaban por ahí, y sobre los que ya no estaban. Se pasaba horas y horas parloteando sobre los viajes familiares a Londres y a Berlín y a Tokio, siempre invitados por grandes inversores que pretendían contratar los servicios del señor Peterson.

Hello Neighbor Colección 1-3Where stories live. Discover now