Capítulo 3

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El chico que vive al otro lado de la calle se llama Aaron Peterson y su casa parece ser un compendio de puertas. No es así, obviamente, pero lo parece. La primera vez que entro en esa casa, tengo que abrir tres puertas para encontrar el cuarto de baño. Me entra sed, voy a la cocina a por un vaso de agua y, cuando quiero volver a su habitación, me pierdo.

—No te preocupes. Es normal que te pierdas. A todo el mundo le pasa al principio —me dice cuando al fin logro encontrar el camino de vuelta. Después, se encoge de hombros y añade—. Es lo que tienen las casas viejas. Son extrañas.

Asiento, dándole la razón. Hemos vivido en muchísimas casas viejas. De hecho, la casa turquesa también es vieja. Pero nunca me había topado con una como esa, con varias escaleras que conducen a rellanos diminutos y con puertas que ni siquiera se abren.

Cuando tenía siete años vivimos unos meses en el norte

de California. Por aquel entonces papá todavía era reportero de investigación. Mi madre, una fanática de las buenas historias

de miedo, me llevó a la mansión Winchester para disfrutar de una visita guiada. Aquella casa había sido construida, de una forma casi obsesiva, por la esposa del famoso fabricante de rifles Winchester. Según contaba la leyenda, alguien le había dicho a la esposa del difunto que tanto ella como su familia estaban siendo perseguidas y acosadas por las miles de personas que habían perdido la vida por culpa de la empresa de armas de su marido. La viuda se encargó de contratar a varios obreros para que trabajaran día y noche en la construcción de una casa que, en realidad, era un laberinto. Creía que, de ese modo, los fantasmas jamás la encontrarían. El recuerdo más vívido que tengo de esa visita guiada es una puerta en concreto. Tras ella había una caída de tres pisos. Me imaginaba a mí mismo, con siete años y adormilado, vagando por esa casa en mitad de la noche, buscando un baño en el que hacer pis, girando el pomo equivocado, desplomándome y perdiendo la vida.

 Me imaginaba a mí mismo, con siete años y adormilado, vagando por esa casa en mitad de la noche, buscando un baño en el que hacer pis, girando el pomo equivocado, desplomándome y perdiendo la vida

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  —No tenemos una puerta como esa —me dice Aaron cuando le describo mi recuerdo al día siguiente—. O eso creo.

Lo dice como si tal cosa, con una naturalidad brutal. Creo que no se da cuenta de lo raro que puede parecer que viva en una casa y que no sepa adónde llevan todas y cada una de sus puertas. Al menos a mí me lo parece. Y es entonces cuando des­cubro que algunas zonas de la casa de Aaron están prohibidas.

—El sótano es un caos —dice, pero ya no habla con la naturalidad de antes. Ahora parece un poquito incómodo. Pienso en la puerta recubierta de tablones de madera que hay en un lado de la casa, la que pensé que conducía al sótano.

Por cierto, Aaron no tiene el pelo blanco. Era una ilusión óptica creada por la linterna. Al menos he podido resolver uno de los misterios de la noche en que le conocí. Es castaño claro, su único rasgo normal. Es bastante alto; de hecho, al principio pensé que era mayor que yo. Tiene mi edad, aunque actúa y se comporta como un hombre de cincuenta. Es como si los Jefes Supremos Alienígenas le hubieran absorbido su infancia y lo hubieran transformado en un adulto encerrado en un cuerpo de un chaval de doce años. No es que no bromee o no sonría. Es solo que tiene... objetivos, metas.

Hello Neighbor Colección 1-3Where stories live. Discover now