Capítulo 2

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La casa es turquesa.

—Yo diría que es más bien... aguamarina —opina mamá, y ladea la cabeza, como si estuviera planteándose la idea de pintarla de otro color.

—Cian —sentencia papá—. Se puso muy de moda para pintar los exteriores de las casas.

Papá no tiene ni idea de exteriores, ni de colores, dicho sea de paso. Aunque esa es una de las virtudes de los directores editoriales; son capaces de parecer expertos en cualquier tema.

—¿No era blanca en las fotos? —pregunta mamá.

El camión de mudanzas da un frenazo y las ruedas rechinan sobre el arcén. El estruendo rompe la tranquilidad y el silencio que reinaba en esa calle. Una calle que, por cierto, se llama el Jardín Encantador, lo juro por los Alienígenas. Después, el conductor asoma la cabeza por la ventanilla.

—¿Esta es la vuestra? ¿La turquesa?

Mamá agacha la cabeza.

—Me rindo.

Papá asiente con la cabeza.

—Sí, la turquesa.

El camión da marcha atrás y aparca justo delante. Y así, de un día para otro, nos convertimos en Jay, Luanne y Nicky Roth, los nuevos vecinos de Jardín encantador, número 909, Raven Brooks. Este otoño empezaré octavo en el instituto, en Raven Brooks Middle School, y seré un alumno brillante en ciencias e inglés y un alumno pésimo en matemáticas y castellano. Seré ese chaval bajito que lleva una camiseta de los Beatles, al que todo el mundo llama «Nate» por error, y al que se le riza tan solo un mechón de pelo, por mucho que intente alisarlo cada mañana. Me zamparé un paquete de cuatro natillas a diario, siempre seré el que se encargará de limpiar la mesa después del almuerzo y me pasaré el resto del recreo desmontando y montando cosas.

—Es una calle bonita —dice papá al ver los jardines prístinos y las ventanas impecables del vecindario. La pintura está un pelín descolorida y los coches que están aparcados son un poquito viejos, pero hemos vivido en zonas mucho peores y, además, ya he visto un par de gatos retozando en parterres. Los gatos siempre son una buena señal.

—Es silenciosa —añade mamá, aunque es imposible saber si eso le parece una virtud o un motivo de preocupación.

—Hay una granja de llamas —digo, y mis padres se giran y me miran con los ojos como platos—. He visto un cartel —explico, y, otra vez, se instala el silencio entre nosotros.

—En fin —dice papá al cabo de un rato—. Creo que nos hemos ganado un Ho Ho.

Mamá siempre se queja de que papá sigue siendo un niño goloso, pero lo cierto es que esa obsesión por el azúcar no es, en absoluto, infantil. En mi humilde opinión, sigue un método bastante adulto y, una vez que consigues descifrar el patrón, es bastante fácil deducir qué le ocurre. Los Ho Hos —unos pastelitos en forma de rollo de chocolate, glaseados y rellenos de nata— significan que está agotado. Los Ding Dongs son los bizcochos de
chocolate que engulle de dos en dos cuando está feliz como una perdiz. ¿Una visita a la tienda de dónuts de Suzy Q? ¡Celebración a la vista!

Sin embargo, los pasteles que nunca fallan, que nunca dejan lugar a dudas, son los amarillos. Los Zingers de limón solo pueden significar una cosa, que papá está triste. Los Twinkies, esos deliciosos y esponjosos pastelitos rellenos de nata, solo los saborea cuando tiene que reflexionar sobre grandes cuestiones, cuestiones vitales, del tipo: «¿Los Jefes Supremos Alienígenas del Espacio nos observan?».

 Los Twinkies, esos deliciosos y esponjosos pastelitos rellenos de nata, solo los saborea cuando tiene que reflexionar sobre grandes cuestiones, cuestiones vitales, del tipo: «¿Los Jefes Supremos Alienígenas del Espacio nos observan?»

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Hello Neighbor Colección 1-3Where stories live. Discover now