Capítulo VIII - De la Atrocidad Real

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En la oscura y tormentosa noche que siguió al cierre del torneo entre los aspirantes al título de «paladín», el príncipe Áladric se encontraba liderando a su séquito de recién nombrados paladines, entre los que destacaba Owen, quien sentía rencor hacia Azra por su derrota en su primera batalla en el torneo y por ello lo detestaba aún más.

Montados sobre los Corceles Reales provistos por el propio Rey, una raza de caballos que era el doble de rápida y resistente que los equinos comunes, el Príncipe y sus cuatro secuaces se dirigían hacia la morada de los De Cave. Bajo la lluvia persistente, en una noche envuelta en sombras, su objetivo era claro: extraer de aquella familia la ubicación exacta de Azra Mirodi en Dúblarin Oriental, sin importar los medios necesarios que debieran ser empleados para averiguarlo.

Finalmente, el Príncipe y su séquito llegaron a la entrada de la morada de los De Cave; pudieron identificarla con facilidad por estar contigua a la imponente herrería. Desmontaron sobre el fango, y Áladric golpeó con brusquedad la puerta familiar en tres tiempos. La tormenta seguía rugiendo y cayendo con fuerza, y dentro de la vivienda, los De Cave se preguntaron con cierto temor quiénes podrían ser los visitantes a esas alturas de la madrugada, mientras escuchaban lo que parecía el relinche de caballos. Al instante siguiente y con aún más rudeza, el Príncipe golpeó la puerta siete veces más. Daniel, desde el interior, preguntó con precaución quiénes eran y qué deseaban.

—¡Abran la puerta! —ordenó Áladric con autoridad—. ¡Solo hemos venido a hacerles unas preguntas y luego nos iremos!

Végrand, detrás de su padre, le hacía señas para que no lo hiciera.

—¡Abran! —insistió el Príncipe, golpeando con más fuerza—. ¡Abran o me abriré paso yo mismo! ¡Es una orden en nombre del Rey!

Daniel, sintiendo que no tenía más opción, abrió la puerta con cautela.

—Buena noche, familia De Cave. ¿Nos permiten pasar? —preguntó Áladric, con una sonrisa falsa e ingresó junto a su séquito sin esperar la respuesta de los propietarios del hogar—. Linda morada. —Observó a Végrand a la cara; los moretones que le ocasionó—. Végrand, lamento lo que te hice en tu rostro, es solo que me emocioné tanto en la pelea... Lo lamento. —Mostraba modales aparentemente corteses mientras sus hombres rodeaban a los De Cave con sus manos sobre sus espadas envainadas.

—Ya, escúpelo de una vez —le dijo Végrand—, ¿qué es lo que quieres?

—Lo único que me interesa saber es acerca del paradero de Azra Mirodi —replicó Áladric—. Tú eres su amigo, debes saberlo. ¿En qué parte de Dúblarin Oriental vive él?

—¿P-p-para... para qué quieres saberlo? —Titubeó Végrand.

—Tú no haces las preguntas aquí, gordo —le espetó Fredo, uno de los hombres de Áladric.

—Tranquilo, Fredo —le dijo el Príncipe con una sonrisa maliciosa—. No hay problema. —Se volvió a Végrand—. Queremos encontrarlo para quemarlo como el monstruo que es; es una amenaza para el reino.

Los tres De Cave quedaron horrorizados, se alteraron y preguntaban por qué se encarnizaban tanto en contra de Azra. Ante ese ligero tumulto, Áladric decidió aplacarlo haciendo un gesto a tres de sus hombres para que tiren al piso y golpeen a Daniel, quien, pese a su gran tamaño, nada pudo hacer en un tres contra uno; el restante, de nombre Roswell, tomó a Végrand inmovilizándolo mediante la amenaza de su espada sobre su garganta, y Áladric tomó a Margaretha del cuello por detrás.

—Tú eliges, Cerdo. —El Príncipe desenvainó su espada y la depositó contra la mejilla de Margaretha, quien gritaba en vano por ayuda—. O me respondes a mi pregunta o los tres sufrirán. —Deslizó su espada contra la mejilla de la mujer, cortándola y provocándole un leve sangrado.

El Poder de OikesiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora