El gelidísimo clima del reino de Sajatia les calaba hasta los huesos; los dublarinenses nunca habían experimentado un frío tan atroz como ese.
Después de seiscientos kilómetros de cabalgata hacia el norte desde Odbergen, se encontraban ahora avanzando hacia el oriente, con dirección a Moskovsk, la capital de aquel infierno blanco.
Azra estaba cubierto por gruesas capas de pieles, de pies a cabeza, protegiéndolo del crudo clima. La única parte de su cuerpo que quedaba expuesta iba desde sus cejas, teñidas de un tono blanquecino, descendía hasta sus ojos, cuyas pestañas estaban congeladas, y terminaba en sus pómulos, los cuales lucían un tenue color rojizo.
«Creo que mi cuerpo se ha entumecido por el frío —pensaba—. Pobre Raudo, él también está soportando todo este horrible clima y además me lleva sobre su lomo».
—Raudo, ¿estás bien, amigo? —le preguntó con un atisbo de preocupación, al tiempo que le palmeaba con suavidad su cuello.
Raudo le respondió con un relinche suave; el tono del equino denotaba su desgaste. El corcel del rey dublarinense estaba cubierto con mantas de lana ancha que lo cubrían de las ventiscas y le permitían avanzar por el terreno nevado con entereza.
El último tramo del recorrido fue el más laborioso y reñido para los dublarinenses.
Las madrugadas, el momento más frío de la jornada, eran un verdadero calvario para todos; ni siquiera permanecer cerca de una gran hoguera conseguía disipar el frío que sentían.
Avanzando a duras penas en su último tramo por los pagos que precedían a la capital de Sajatia, Aldea Nivosa, comenzaban a percibir gradualmente el modo en que el entorno era invadido por una neblina blanca; y los vientos, álgidos y feroces, se tornaban cada vez más exasperantes.
Se cruzaron con los habitantes de ese pequeño pueblo: un grupo reducido de humanos que se alojaban en viviendas semiesféricas construidas con bloques de hielo; eran de estatura baja, esbeltos, tenían ojos rasgados, la tez pálida y cabellos negros; vestían prendas rústicas, confeccionadas con pieles de animales y túnicas acolchadas hechas de fieltro.
La mayoría de los aldeanos observaban desde lo lejos, entremezclando asombro y pavor, a la enorme columna de hombres que viajaban a caballo; no estaban acostumbrados a ver extranjeros. Aunque una minoría de ellos tomó una actitud hostil, atacando a los dublarinenses con proyectiles al grito de: «¡Forasteros!».
Los proyectiles no eran más que artefactos precarios: consistían en hondas que lanzaban rocas o bolas de hielo; o bien, flechas con puntas de hueso que disparaban con arcos curvados de madera, cuyas cuerdas eran tejidas con fibras de ortiga.
Los paladines, por su parte, no tenían problemas en defenderse de esos ataques, ahuyentando o neutralizando a los aldeanos con facilidad, quienes les representaban una molestia más que una amenaza.
Pero lo más funesto de la naturaleza del reino de Sajatia se advendría sobre los dublarinenses poco después.
Estando ya a menos de una semana de distancia de la capital de aquellas tierras, algunos paladines comenzaron a mostrar síntomas de irritación en las vías respiratorias, con toses persistentes y gargantas inflamadas; el gélido aire les dificultaba respirar con normalidad, agotándolos poco a poco.
Los corceles tampoco se libraron de las adversidades: perdieron parte de su peso al luchar contra el terreno helado, y sus músculos comenzaron a tensarse y a dolerles debido al esfuerzo continuado en condiciones tan duras. Sus cascos, aunque protegidos por herraduras, se agrietaban de modo gradual tras largos días de pisotear la nieve y el hielo.
Con respecto al rey dublarinense, sentía un dolor palpitante en su cabeza y por detrás de sus párpados; el interior de su cuerpo le quemaba. Pese a semejante malestar, Azra Mirodi no tenía pensado vacilar a esas alturas.
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El Poder de Oikesia
FantasiUn mundo denominado Oikesia, repleto de una pluralidad de seres fantásticos con un sistema de magia basado en el «qí mágico» de los individuos. ¿De qué manera y por qué, el emperador Azra Mirodi, el actual monarca del continente, ha sometido y unifi...