xiii. amor

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XIII
amor
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Eran las diez de la mañana cuando todos llegaron a sus casas

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Eran las diez de la mañana cuando todos llegaron a sus casas. El sol calentaba la isla, dando como resultado un día cálido y veraniego.

Nia se dirigió al lugar que logró adueñarse de su corazón: el mar.

Su tabla floreada la acompañaba, Nia la mantenía sujeta a su cuerpo con un brazo. Un aire templado agitaba su cabello, ondulado y rojizo. La costa este la acogía con fuerza, recibiéndola con sus acantilados y el vaivén de sus olas.

Nia sentía que allí nadie la juzgaría. Sus amigos estaban en la zona opuesta de la isla, y después de haber frecuentado esta parte en eventos a los que sus padres le llevaban, se había convertido en un lugar de paz, desértico.

Las aguas de la bahía estaban cálidas, algo que sorprendió a la pelirroja. No quiso ponerse un neopreno esta vez, estaba convencida de que el mar la protegería.

Nia se movió por la orilla, corriendo para subirse en su tabla y posicionarse.

En ese momento, sus pensamientos se abalanzaron sobre ella. Tuvo que zambullirse en el agua para permitir que el océano se llevase todas sus preocupaciones consigo.

"Aunque te parezca imposible, nos parecemos más de lo que crees".

Sus propias palabras se repitieron. La pelirroja se agachó para que la ola pasase sobre ella.

"¿De verdad no te importa el daño que puedas causar a los demás?"

Cuando el eco resonó en su cabeza, repitió la acción. Remó con sus brazos.

"¡No te das cuenta, joder!"

Nia sacó su cabeza del agua. Vio una ola acercándose, y supo que era la indicada. Respiró hondo, se preparó y permitió que el mar la guiase.

Después de montar varias olas, una tras otra, levantándose con precisión en todas y cada una de ellas, Nia supo que estaba en sintonía con el mar. Hoy, aquellas aguas habían decidido mostrarle su belleza.

Ya ni se acordaba de sus preocupaciones. Había perdido la noción del tiempo. Se reía sola cuando montaba las olas por la cresta, también cuando se tambaleaba y perdía el equilibrio. Aquellas olas habían sido perfectas, demostraron su precioso color azul índigo. Le demostraron a Nia lo salvaje que podía ser la naturaleza, y le hicieron percatarse de lo mucho que ella la amaba.

Su cuerpo no era pesado, nada importaba allí dentro. Sólo ella.

Una vez en la arena, la pelirroja no podía evitar sonreír ante lo ocurrido en el agua. Dios, había sido perfecto. Perfecto, sí, no había otra palabra que pudiese describirlo. Permaneció mucho tiempo contemplando las olas yendo y viniendo, con su tabla como única compañía.

La infinitud de las olasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora