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Capítulo 1: La Última Noche en Roma

El atardecer envolvía Roma en una cálida serenidad, un resplandor dorado se extendía por las calles y los edificios de mármol, reflejaban la grandeza de la ciudad. A pesar de las dificultades que acosaban al imperio, la gente se permitía un respiro. Los niños corrían entre las columnas, sus risas resonando como campanas, mientras los ancianos tocaban melodías antiguas que hablaban de tiempos más simples.

Las mujeres conversaban en grupos, compartiendo chismes y risas, y los hombres comerciaban en las bulliciosas plazas. Era una escena de vida cotidiana, una Roma viva y vibrante que enorgullecía al emperador Marco Aurelio.

Desde la terraza del palacio, el emperador observaba a su pueblo con una mezcla de orgullo y preocupación. Sabía que esa tranquilidad, tan cuidadosamente mantenida, era frágil, como una vasija de arcilla al borde de romperse. Roma, con su imponente arquitectura y su historia gloriosa, aún se erguía majestuosa, pero los cimientos estaban debilitados por la corrupción y las tensiones internas. Aun así, por un breve momento, permitió que una sonrisa cruzara su rostro al ver a sus ciudadanos disfrutar de esa paz efímera.

Su meditación fue interrumpida por la llegada repentina de un mensajero. El hombre, con el rostro cubierto de sudor y polvo, se inclinó profundamente ante el emperador antes de hablar, su voz cargada de urgencia. 
—Señor, los marcomanos están cerca. Un explorador los avistó, se aproximan rápidamente.—

El corazón de Marco Aurelio se encogió. La noticia que tanto temía había llegado. Su mente, aguda y entrenada para la reflexión filosófica, ahora debía enfrentarse a una decisión que pesaba más que cualquier otra: la seguridad de su familia y de su pueblo. Tras un breve silencio, en el que el viento pareció detenerse, el emperador habló con voz firme. 
—Llama a Bo, y trae a la emperatriz.

El mensajero, aunque asustado por la gravedad de la situación, mantuvo la compostura. Pero antes de irse, una mano en su hombro lo detuvo.

—trata de evacuar a todos, diriganse al pueblo más cercano y escondanse— la voz de Marco era muy diferente, pro primera tenía un tono de temor.

El mensajero no pudo evitar sentir una punzada en el corazón. Inclinándose una vez más ante su emperador, consciente de que podría ser la última vez que viera a su señor, dijo con voz entrecortada: 
—Ha sido un honor servirle, señor. Ha sido un emperador digno de Roma—

Marco Aurelio, conmovido por la sinceridad en las palabras del joven, sintió un nudo en la garganta. Extendió la mano y la colocó suavemente sobre la cabeza del mensajero, en un gesto paternal que pocas veces se permitía mostrar. 
—Gracias, hijo mío. Ahora ve y avisa a tu gente… salva a tu familia.—

El mensajero, con los ojos llenos de lágrimas, asintió y salió corriendo, sabiendo que su tarea era vital.

No pasó mucho tiempo antes de que Bo, el arquero más habilidoso de Roma, llegara al lado del emperador, acompañado por la emperatriz Faustina y su pequeña hija, Nita, que dormía plácidamente en los brazos de su madre. Faustina, al ver el semblante sombrío de su esposo, comprendió de inmediato lo que ocurría. Su mente aún procesaba la realidad de que el fin de su vida en Roma estaba cerca.

El emperador se acercó a su esposa, sus miradas encontrándose en un silencio cargado de significado. 

—Han llegado, cariño—dijo suavemente, con un dolor apenas contenido.

Faustina no pudo contener el llanto. Las lágrimas corrieron por su rostro mientras abrazaba a su hija con fuerza, consciente de que todo lo que conocían estaba a punto de cambiar para siempre.

—Roma ya no es un lugar seguro—continuó Marco Aurelio, su voz rota pero aún firme.

Con delicadeza, besó la frente de Nita, sus labios demorándose un momento más de lo necesario, como si quisiera impregnar ese último gesto de amor en su memoria para siempre. Luego, tomó el rostro de Faustina entre sus manos, y la besó en los labios, un beso que contenía todo lo que las palabras no podían expresar por la situación. Cuando se separaron, sus ojos reflejaban una mezcla de amor, dolor y resignación.

—¿Y qué será de Leon? —preguntó Faustina, temiendo la respuesta.

—Él estará bien —respondió Marco Aurelio, con más convicción de la que realmente sentía, mirando a Bo. Sin embargo, justo en ese momento, un sonido profundo y resonante atravesó el aire. Era el sonido de los cuernos, el terrible aviso de que los enemigos estaban prácticamente a las puertas de Roma.

El estruendo hizo que el corazón del emperador se acelerara. Sabía lo que significaba: los marcomanos, estaban a punto de lanzar su ataque. Roma, la eterna ciudad, estaba al borde de la destrucción. La desesperación se apoderó de Marco Aurelio por un instante, su mente buscando frenéticamente una solución, una salida que pudiera salvar todo lo que amaba. Pero no había tiempo, y lo sabía.

La gravedad de la situación lo obligó a reaccionar rápidamente. Giró hacia su esposa con una mezcla de firmeza y dolor en su voz.

—Faustina, debes irte ahora —dijo, luchando por mantener la calma—. Toma a nuestra hija y abandona la ciudad. No vuelvas la vista atrás.

La emperatriz, aunque su corazón estaba destrozado, asintió lentamente. Sabía que no había otra opción, pero eso no aliviaba el dolor de tener que dejar atrás a su esposo, tal vez para siempre. Un torrente de emociones se apoderó de ella, pero el deber hacia su hija era más fuerte. Con un último beso en los labios, que parecía un adiós eterno, se dio la vuelta, sosteniendo a su pequeña con fuerza, y comenzó a correr hacia la salida. Sus pasos resonaron en el suelo de mármol, un eco que parecía marcar el compás de su partida. Pronto fue alcanzada por sus sirvientas, que la acompañaron hacia un lugar seguro, fuera del alcance de la inminente catástrofe.

El emperador observó cómo la figura de su esposa desaparecía en la penumbra, el dolor en su pecho intensificándose con cada segundo. Pero no había tiempo para lamentarse. Una vez que la reina se perdió de vista, Marco Aurelio se giró nuevamente hacia Bo, sus ojos llenos de una determinación férrea, a pesar del caos que se cernía sobre ellos.

—Bo, te encomiendo la tarea más importante de todas: protege a Leonidas, cuídalo como si fuera tu propia vida. Roma seguramente será quemada, pero mi hijo no debe perecer con ella. Llévalo lejos de aquí, donde pueda estar a salvo.

Bo, siempre fiel y leal, asintió solemnemente, sin un atisbo de duda en su rostro. La gravedad de la misión estaba clara, y la aceptaba con todo su ser.

—¿A dónde, mi señor? —preguntó Bo, dispuesto a cumplir su deber sin importar el costo.

Marco Aurelio no respondió de inmediato. En cambio, caminó hacia un cofre de madera antiguo que descansaba sobre una mesa cercana, su superficie desgastada por los años y las guerras. Con cuidado, como si manejara un tesoro invaluable, abrió el cofre. Dentro, entre otros objetos de valor, se encontraba una pequeña caja de madera, adornada con intrincados grabados que representaban escenas de antiguos mitos romanos, y un pergamino enrollado, atado con una cinta roja.

El emperador tomó ambos objetos con manos temblorosas, consciente de la importancia que tenían. Se acercó a Bo, y con un gesto solemne, colocó la caja y el pergamino en sus manos, sus ojos encontrando los de Bo con una intensidad que solo un hombre que carga el peso del mundo podría mostrar.

—A Egipto —dijo finalmente, con voz baja, mientras sus dedos se cerraban momentáneamente sobre la mano de Bo—

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¿Que les parece la nueva historia?
Siempre me emociona escribir el primer capítulo, el problema es continuar el libro.

Un amigo me animó en publicarlo, ahora mi deber es tener un equilibrio con mis dos historias. Será difícil pero confio en mi.

Espero tengan una idea de la variedad de temas interesantes que habrá en esta historia.

Nos vemos muy pronto

El Último Emperador [Leondy]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora