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Cuando me despierto, el otro lado de la cama está frío. Estiro los dedos buscando el calor de Eren, pero no encuentro más que la basta funda de lona del colchón. Seguro que ha tenido pesadillas y se ha sentado para aclarar la cabeza; claro que sí, porque es el día de la cosecha.

Me apoyo en un codo y me levanto un poco; en el dormitorio entra algo de luz, así que puedo verlo. Mi hermano, que normalmente no puede dejar de moverse, ya se habría levantado, sin embargo, estas últimas semanas su fiebre no le deja hacer nada más que mantenerse acostado o, como demasiado esfuerzo, sentarse. Duermo con él para cuidarlo desde que enfermó, porque cosas como estas son las que sacuden familias y quitan vidas; lo que ya le había quitado a Eren a su madre.

Él volvió a recostarse junto a mí sin que notara que estaba viéndolo. Su cuerpo me tapaba a nuestro padre en su cama al otro lado del cuarto. Se ve más tranquilo cuando duerme, aún agotado, pero no tan machacado. Mi hermano se ve rendido al cerrar los ojos de nuevo, en un alivio tormentoso al volver a dejar caer su cuerpo en el colchón.

Tengo bocas por alimentar, así que bajo de la cama y me pongo las botas de cazar; la piel fina y suave se ha adaptado a mis pies. Me pongo también los pantalones y una camiseta y tomo la bolsa que utilizo para guardar todo lo que recojo. En la mesa encuentro un perfecto quesito de cabra envuelto en hojas de albahaca. Supongo que es un regalo de mi padre para el día de la cosecha; cuando salgo me lo meto con cuidado en el bolsillo.

Nuestra división del Distrito 12, a la que solemos llamar la Veta, está siempre llena a estas horas de mineros del carbón que se dirigen al turno de mañana. Hombres y mujeres de hombros caídos y nudillos hinchados, muchos de los cuales ya ni siquiera intentan limpiarse el polvo de carbón de las uñas rotas y las arrugas de sus rostros hundidos. Sin embargo, hoy las calles manchadas de carboncillo están vacías y las contraventanas de las achaparradas casas grises permanecen cerradas. La cosecha no empieza hasta las dos, así que todos prefieren dormir hasta entonces... si pueden.

Nuestra casa está casi al final de la Veta, solo tengo que dejar atrás unas cuantas puertas para llegar al campo desastrado al que llaman la Pradera. Lo que separa la Pradera de los bosques y, de hecho, lo que rodea todo el Distrito 12, es una alta alambrada metálica rematada con bucles de alambre de espino. En teoría, se supone que está electrificada las veinticuatro horas para disuadir a los depredadores que viven en los bosques y antes recorrían nuestras calles (jaurías de perros salvajes, pumas solitarios y osos). En realidad, como, con suerte, solo tenemos dos o tres horas de electricidad por la noche, no suele ser peligroso tocarla. Aun así, siempre me tomo un instante para escuchar con atención, por si oigo el zumbido que indica que la valla está cargada. En este momento está tan silenciosa como una piedra. Me escondo detrás de un grupo de arbustos, me tumbo boca abajo y me arrastro por debajo de la tira de sesenta centímetros que lleva suelta varios años. La alambrada tiene otros puntos débiles, pero este está tan cerca de casa que casi siempre entro en el bosque por aquí.

En cuanto estoy entre los árboles, recupero un arco y un carcaj de flechas que tenía escondidos en un tronco hueco. Esté o no electrificada, la alambrada ha conseguido mantener a los devoradores de hombres fuera del Distrito 12. Dentro de los bosques, los animales deambulan a sus anchas y existen otros peligros, como las serpientes venenosas, los animales rabiosos y la falta de senderos que seguir. Pero también hay comida, si sabes cómo encontrarla. Mi abuelo lo sabía y me había enseñado unas cuantas cosas antes de volar en pedazos en la explosión de una mina. No quedó nada de él que pudiéramos enterrar. Yo tenía once años; cinco años después, muchas noches me sigo despertando gritándole que corra. Cuando murió me quedé solo, mis padres habían muerto por una epidemia varios años atrás, fue solo entonces, cuando ya no tenía a nadie más, que comencé a vivir con mi actual familia. Eren ya era mi mejor amigo desde que tenía memoria, su hermano mayor como el mío, sus padres como los míos; y, eventualmente, así acabamos como una familia de verdad.

Los Juegos del Hambre | JearminDonde viven las historias. Descúbrelo ahora