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Me paso una hora tratando de convencer a Jean para que se trague el caldo, suplicándole, amenazándole y, sí, besándolo, hasta que al final, sorbito a sorbito, vacía la olla. Entonces dejo que se quede dormido y me ocupo de mí; me zampo una cena de granso y raíces mientras veo el informe diario en el cielo. No hay muertes. De todos modos, Jean y yo le hemos ofrecido un día bastante interesante a la audiencia, así que, con suerte, los Vigilantes nos concederán una noche tranquila. 

La costumbre hace que empiece a buscar un buen árbol para acurrucarme, antes de caer en la cuenta de que eso se acabó, al menos por un tiempo. No puedo dejar a Jean sin protección en el suelo. No toqué nada en el lugar de su último escondite junto al arroyo (¿cómo iba a ocultar nada?), y estamos a cuarenta y cinco metros escasos de allí, aguas abajo. Me pongo las gafas, preparo las armas y me dispongo a montar guardia.

La temperatura baja rápidamente y, en pocos minutos, estoy helado como un polo. Al final me doy por vencida y me meto en el saco de dormir con Jean. Está calentito y me acurruco con gusto hasta que me doy cuenta de que está algo más que calentito: es un horno, porque el saco está reflejando la fiebre de Jean. Le pongo la mano en la frente y compruebo que está ardiendo y seca. No sé qué hacer. ¿Lo dejo en el saco y espero a que el exceso de calor lo haga sudar la fiebre? ¿Lo saco y espero a que el aire nocturno lo refresque? Acabo humedeciendo una venda y colocándosela en la cabeza. Parece poca cosa, pero no me atrevo a tomar ninguna decisión drástica.

Me paso la noche medio sentado, medio tumbado al lado de Jean, refrescando la venda e intentando no pensar en que soy más vulnerable ahora que me he aliado con él que cuando estaba solo. Anclado en el suelo, en guardia, con un enfermo a mi cargo. Sin embargo, sabía que estaba herido y, a pesar de ello, vine a por él. Tengo que confiar en que el instinto que me hizo ir a buscarlo fuese acertado.

Cuando el cielo adquiere un tinte rosado, veo la capa de sudor sobre el labio de Jean y descubro que le ha bajado la fiebre, no hasta la temperatura normal, pero sí varios grados. Como la noche anterior, cuando recogía vides, me encontré con uno de los arbustos de bayas que me había enseñado Falco, salgo a recoger la fruta y la aplasto en la olla del caldo, mezclándola con agua fría.

—Me desperté y no estabas —me dice Jean, intentando levantarse, cuando llego a la cueva—. Estaba preocupado por ti.

—¿Que tú estabas preocupado por mí? —pregunto, sin poder evitar la risa, mientras lo tumbo otra vez—. ¿Te has echado un vistazo últimamente?

—Creía que Annie y Mikasa te habían encontrado. Les gusta cazar de noche —sigue diciendo él, todavía muy serio—. ¿Siguen vivas, verdad?

—Sí, ayer no murió nadie.

—Así que somos solos nosotros, ellas, Reiner y Pieck.

—¿Quién es Pieck? —es mi primer instinto decir, aunque podía sacarlo por conclusión.

—La chica del 5.

—Oh, no recordaba su nombre. Llevo apodándola "Comadreja" desde que la conocí —comento—. ¿Y cómo te sientes?

—Mejor que ayer. Esto es mucho mejor que el lodo: ropa limpia, medicinas, un saco de dormir... y tú.

Ah, de acuerdo, volvemos al tema del romance. Le toco la mejilla, y él me toma la mano y se la lleva a los labios. Recuerdo que eso mismo hacía mi padre con Carla y me pregunto dónde lo habrá visto Jean, porque seguro que no ha sido entre su padre y esa bruja con la que se casó.

—Se acabaron los besos hasta que comas —le digo.

Lo ayudo a apoyar la espalda en la pared y él se traga obedientemente las cucharadas de papilla de bayas que le doy, aunque otra vez se niega a probar el granso.

Los Juegos del Hambre | JearminDonde viven las historias. Descúbrelo ahora