10

18 2 0
                                    

Durante un momento, las cámaras se quedan clavadas en la mirada cabizbaja de Jean, mientras todos asimilan lo que acaba de decir. Después veo mi cara, desconcertada, con una mezcla de sorpresa y protesta, ampliada en todas las pantallas: Dios mío, se refiere a mí. Aprieto los labios y miro al suelo, esperando esconder así las emociones que empiezan a hervirme dentro. 

—Vaya, eso sí que es mala suerte —dice Peaure, y parece sentirlo de verdad. La multitud le da la razón en sus murmullos y unos cuantos han soltado grititos de angustia.

—No es bueno, no —coincide Jean.

—En fin, nadie puede culparte por ello, es difícil no enamorarse de aquel chico. ¿No lo sabía?

—Hasta ahora, no —responde Jean, sacudiendo la cabeza.

Me atrevo a mirar un segundo a la pantalla, lo bastante para comprobar que mi sonrojo es perfectamente visible.

—¿No les gustaría sacarlo de nuevo al escenario para obtener una respuesta? —pregunta Peaure a la audiencia, que responde con gritos afirmativos—. Por desgracia, las reglas son las reglas, y el tiempo de Armin Arlert ha terminado. Bueno, te deseo la mejor de las suertes, Jean Kirstein, y creo que hablo por todo Panem cuando digo que te llevamos en el corazón.

El rugido de la multitud es ensordecedor; Jean nos ha borrado a todos del mapa al declarar su amor por mí. Cuando el público por fin se calla, mi compañero murmura un «gracias» y regresa a su asiento. Nos levantamos para el himno; yo tengo que alzar la cabeza, porque es una muestra de respeto obligatoria, y no puedo evitar ver que en todas las pantallas aparece una imagen de nosotros dos, separados por unos cuantos metros que, en las mentes de los espectadores, deben de parecer insalvables. Pobre pareja trágica. Sin embargo, yo sé la verdad.

Después del himno, los tributos nos ponemos en fila para volver al vestíbulo del Centro de Entrenamiento y sus ascensores. Me aseguro de no meterme en el mismo que Jean. La muchedumbre frena a nuestro séquito de estilistas, mentores y acompañantes, así que nos quedamos solos; no hablamos. Mi ascensor deja a cuatro tributos antes de quedarme solo y llegar a la planta doce. Jean acaba de salir del ascensor cuando me acerco a él y le pego un empujón en el pecho; él pierde el equilibrio y se golpea contra la pared de detrás.

—¿A qué viene esto? —me pregunta, alzando la voz.

—¡No tenías derecho a decir esas cosas sobre mí!

Los ascensores se abren y aparece todo el grupo: Hange, Levi, Moblit y Nifa.

—¿Qué está pasando? —pregunta Hange, con un deje de histeria en la voz.

—Ha sido idea tuya, ¿verdad? ¿Lo de convertirme en un idiota delante de todo el país?

—Fue idea mía —interviene Jean—. Levi solo me ayudó a desarrollarla.

—Sí, Levi es una gran ayuda para ti.

—Eres un idiota, sin duda —dice Levi, asqueado—. ¿Crees que te ha perjudicado? Este chico acaba de darte algo que nunca podrías lograr tú solo.

—¡Me ha hecho parecer débil!

—¡Te ha hecho parecer deseable! Y, reconozcámoslo, necesitas toda la ayuda posible en ese tema, bonito. Ahora todos te quieren y solo hablan de ti. Los trágicos amantes del Distrito 12.

—No somos amantes —exclamo.

—¿A quién le importa? —insiste Levi, cogiéndome por los hombros y aplastándome contra la pared—. No es más que un espectáculo, todo depende de cómo te perciban. Después de tu entrevista lo único que podría haber dicho de ti era que resultabas bastante agradable, aunque debo admitir que eso ya de por sí es un milagro. Ahora puedo decir que eres un rompecorazones. Oh, los jóvenes de tu distrito caían abrumados a tus pies. ¿Con cuál de las dos imágenes crees que conseguirás más patrocinadores?

Los Juegos del Hambre | JearminDonde viven las historias. Descúbrelo ahora