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—Será mejor que nos tomemos el estofado con calma, ¿recuerdas la primera noche en el tren? La comida pesada me hizo vomitar, y ni siquiera estaba muriéndome de hambre por aquel entonces. 

—Tienes razón. Podría tragármelo entero de un bocado —comento, pesaroso, aunque no lo hago. Nos comportamos con bastante sensatez; tomamos un panecillo cada uno, media manzana, y una ración de estofado y arroz del tamaño de un huevo. Me obligo a comer el estofado en cucharaditas diminutas (nos han enviado hasta cubiertos y platos), saboreando cada bocado. Cuando terminamos, me quedo mirando el plato con anhelo—. Quiero más.

—Yo también. Vamos a hacer una cosa: esperamos una hora y, si no lo echamos, nos servimos más.

—De acuerdo. Va a ser una hora muy larga.

—Quizá no tanto —responde él—. ¿Qué estabas diciendo justo antes de que llegase la comida? Algo sobre no tener... competencia, que soy lo mejor que te ha pasado...

—No recuerdo haber dicho eso último —digo, esperando que aquí esté demasiado oscuro para que las cámaras recojan mi sonrojo.

—Ah, es verdad, eso era lo que estaba pensando yo. Ven aquí, me estoy helando.

Le hago sitio dentro del saco y nos sentamos con la espalda apoyada en la pared de la cueva, yo con la cabeza sobre su hombro, él rodeándome con los brazos. Noto como si Levi me diese un codazo para que siga con la actuación.

—Entonces, ¿ni siquiera te has fijado en las otros desde que teníamos cinco años?

—Me fijaba en casi todos, pero tú eras el único que me dejaba huella.

—Seguro que a tus padres les encantaba que te gustase alguien de la Veta.

—No mucho, pero no me importaba. Además, estaban acostumbrados, tenía amigos de todas partes, mi mejor amigo es de la Veta. Y, de todos modos, si volvemos, ya no serás alguien de allí, serás de la Aldea de los Vencedores.

Es cierto, si ganamos nos darán una casa a cada uno en la parte de la ciudad reservada para los vencedores de los Juegos del Hambre. Hace tiempo, cuando empezaron los Juegos, el Capitolio construyó una docena de casas elegantes en cada distrito. En el nuestro, obviamente, solo una estaba ocupada; en la mayoría no había vivido nadie. En ese momento, se me ocurre una idea inquietante.

—Entonces, nuestro único vecino será Levi.

—Ah, será maravilloso —responde Jean, abrazándome con fuerza—: Levi, tú y yo. Y muy acogedor: picnics, cumpleaños, largas noches de invierno junto al fuego recordando viejas historias de los Juegos del Hambre...

—Te lo dije, me odia —exclamo, pero no puedo evitar reírme de ver a Levi convertido en mi nuevo amigo.

—Solo a veces. Cuando está sobrio, no lo he oído decir ni una cosa negativa sobre ti.

—Si nunca está sobrio.

—Claro, ¿en qué estaría pensando? Ah, sí, es Moblit el que te quiere, más que nada porque no intentaste huir cuando te prendió fuego. Por otro lado, Levi... Bueno, si fuera tú, lo evitaría en todo momento. Te odia.

—Creía que habías dicho que yo era su favorito.

—A mí me odia todavía más. No creo que la gente, en general, sea lo suyo.

Sé que al público le gustará que nos divirtamos a costa de Levi. Lleva tanto tiempo en los Juegos que es casi como un viejo amigo para algunos espectadores. Seguro que ya lo han sacado de la sala de control para entrevistarlo sobre nosotros. No tengo ni idea de qué mentiras se habrá inventado, aunque está en desventaja, porque casi todos los mentores tienen un compañero, otro vencedor para ayudarlos, mientras que él tiene que estar listo para entrar en acción en cualquier momento. Más o menos como yo cuando estaba solo en la arena. Me pregunto cómo lo llevará con la bebida, la atención y la tensión de intentar mantenernos con vida.

Los Juegos del Hambre | JearminDonde viven las historias. Descúbrelo ahora