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Mutaciones, no cabe duda. Nunca había visto a estos mutos, pero no son animales de la naturaleza. Aunque parecen lobos enormes, ¿qué lobo aterriza de un salto sobre las patas traseras y se queda sobre ellas? ¿Qué lobo llama al resto de la manada agitando la pata delantera, como si tuviese muñeca? Veo todo eso de lejos; estoy seguro de que encontraré otras características más amenazadoras cuando estén cerca. Mikasa ha salido pitando hacia la Cornucopia, así que la sigo sin planteármelo. Si ella cree que es el lugar más seguro, ¿quién soy yo para decir lo contrario? Además, aunque pudiera llegar a los árboles, Jean no podría correr más que ellos con la pierna mala... ¡Jean! Acabo de tocar el metal del extremo puntiagudo de la Cornucopia cuando recuerdo que su pierna está mal. Jean está unos catorce metros por detrás de mí, cojeando lo más deprisa que puede; los mutos lo están alcanzando. Lanzo una flecha hacía la manada y uno cae, pero hay muchos para ocupar su lugar.

—¡Vete, Armin, vete! —me grita, señalando el cuerno.

—¡Te cubriré desde arriba! —Tiene razón, no puedo protegernos desde el suelo. Empiezo a trepar, a escalar la Cornucopia con pies y manos. La superficie de oro puro ha sido diseñada para parecer el cuerno tejido que llenamos durante la cosecha, así que hay pequeñas crestas y costuras a las que agarrarse, pero, después de un día bajo el sol del campo de batalla, el metal está tan caliente que me salen ampollas en las manos.

Mikasa está tumbada de lado en lo alto del cuerno, unos seis metros por encima del suelo, jadeando para recuperar el aliento mientras se asoma al borde, sintiendo arcadas. Es mi oportunidad para acabar con ella; si me detengo a media subida y cargo otra flecha... Sin embargo, justo cuando estoy a punto de disparar, Jean grita. Me vuelvo y veo que acaba de llegar a la punta del cuerno, aunque los mutos le pisan los talones.

—¡Trepa! —grito.

Jean empieza a subir con dificultad, no solo por culpa de la pierna, sino del cuchillo que lleva en la mano. Disparo una flecha que le da en el cuello al primer muto que pone las patas sobre el metal. Al morir, la criatura se estremece y, sin querer, hiere a varios de sus compañeros. Entonces le puedo echar un buen vistazo a las uñas: diez centímetros y afiladas como cuchillas.

Jean llega a mis pies, así que lo tomo del brazo y lo subo. Entonces recuerdo que Mikasa está esperando arriba y me vuelvo rápidamente, pero sigue tirada en el suelo, con retortijones y, al parecer, más preocupada por los mutos que por nosotros. Tose algo ininteligible; los ruidos de bufidos y gruñidos de las mutaciones no me ayudan.

—¿Qué?

—Ha preguntado si pueden trepar —responde Jean, haciendo que le preste atención de nuevo a la base del cuerno.

Los mutos empiezan a reagruparse. Al unirse, se levantan y se yerguen fácilmente sobre las patas traseras, lo que les da un aspecto humano. Todos tienen un grueso pelaje, algunos de pelo liso y suave, y otros rizado; los colores varían del negro azabache a algo que solo podría describirse como rubio. Hay algo más en ellos, algo que hace que se me erice el vello de la nuca, aunque no logro identificarlo.

Meten el hocico en el cuerno, olisqueando y lamiendo el metal, arañando la superficie con las patas y lanzándose gañidos agudos. Debe de ser su medio de comunicación, porque la manada retrocede, como si quisiera dejar espacio; entonces, uno de ellos, un muto de buen tamaño con sedosos rizos de vello rubio, toma carrerilla y salta sobre el cuerno. Sus patas traseras tienen una fuerza increíble, porque aterriza a tres metros escasos de nosotros y estira los rosados labios para enseñarnos los dientes. Se queda ahí un momento y, en ese preciso instante, me doy cuenta de qué es lo que me inquieta de los mutos: los ojos verdes que me observan con rabia no son como los de los lobos o los perros, no se parecen a los de ningún canino que conozca; son humanos, sin lugar a dudas. Justo cuando empiezo a asimilarlo, veo el collar con el número 1 grabado con joyas y entiendo toda esta horrible situación: el pelo rubio, los ojos verdes, el número... Es Hitch.

Los Juegos del Hambre | JearminDonde viven las historias. Descúbrelo ahora