15

21 3 0
                                    

Falco ha decidido confiar en mí sin reservas. Lo sé porque, en cuanto se termina el himno, se acurruca a mi lado y se queda dormido. Yo tampoco recelo, ya que no tomo ninguna precaución especial. Si quisiera verme muerto, le habría bastado con desaparecer de aquel árbol sin avisarme de la presencia del nido de rastrevíspulas. Sin embargo, muy en el fondo de mi conciencia, noto la presión de lo obvio: no podemos ganar estos Juegos los dos. En cualquier caso, como lo más probable es que no sobrevivamos ninguno, consigo no hacer caso de ese pensamiento.

Además, me distrae mi última idea sobre los profesionales y sus provisiones. Falco y yo debemos encontrar la forma de destruir su comida. Estoy bastante seguro de que a ellos les costaría una barbaridad alimentarse solos. La estrategia tradicional de los tributos profesionales consiste en reunir toda la comida posible y avanzar a partir de ahí. Cuando no la protegen bien, pierden los Juegos (un año la destruyó una manada de reptiles asquerosos y otro una inundación creada por los Vigilantes). El hecho de que los profesionales hayan crecido con una alimentación mejor juega en su contra, ya que no están acostumbrados a pasar hambre; todo lo contrario que Falco y yo.

Sin embargo, estoy demasiado cansado para empezar a tramar un plan detallado esta noche. Mis heridas están sanando, sigo un poco embotado por culpa del veneno, y el calor de Falco a mi lado, su cabeza apoyada en mi hombro, hacen que me sienta seguro. Por primera vez, me doy cuenta de lo solo que me he sentido desde que llegué al campo de batalla, de lo reconfortante que puede ser la presencia de otro ser humano. Me dejo vencer por el sueño y decido que mañana se volverán las tornas. Mañana serán los profesionales los que tengan que guardarse las espaldas.

Me despierta un cañonazo; unos rayos de luz atraviesan el cielo y los pájaros ya están trinando. Falco está encaramado a una rama frente a mí, con algo en la mano.

Esperamos por si se producen más disparos, pero no oímos ninguno.

—¿Quién crees que ha sido?

No puedo evitar pensar en Jean.

—No lo sé, podría haber sido cualquiera de los otros —responde Falco—. Supongo que nos enteraremos esta noche.

—¿Me puedes repetir quién queda?

—El chico del Distrito 1, las dos del Distrito 2, el chico del Distrito 3, Reiner y yo, y Jean y tú. Eso hacen ocho. Espera, y el chico del Distrito 10, el de la pierna mala. Él es el noveno —Hay alguien más, pero ninguno de las dos conseguimos recordarlo—. Me pregunto cómo habrá muerto el último.

—No hay forma de saberlo, pero nos viene bien. Una muerte servirá para entretener un poco a las masas. Quizá nos dé tiempo a preparar algo antes de que los Vigilantes decidan que la cosa va demasiado lenta. ¿Qué tienes en las manos?

—El desayuno —responde Falco; las abre y me enseña dos grandes huevos.

—¿De qué son?

—No estoy seguro; hay una zona pantanosa por allí, una especie de ave acuática. Estaría bien cocinarlos, pero no queremos arriesgarnos a encender un fuego. Supongo que el tributo muerto habrá sido una víctima de los profesionales, lo que significa que se han recuperado lo bastante para volver a los Juegos.

Nos dedicamos a sorber el contenido de los huevos, y a comernos un muslo de conejo y algunas bayas. Es un buen desayuno se mire por donde se mire.

—¿Listo para hacerlo? —pregunto, colgándome la mochila.

—¿Hacer el qué? —pregunta Falco a su vez; por la forma en que se ha apresurado a responder, está dispuesto a hacer cualquier cosa que le proponga.

—Hoy vamos a quitarle la comida a los profesionales.

—¿Sí? ¿Cómo?

Veo que los ojos le brillan de emoción, y esa emoción por la aventura me hace sonreír, me recuerda un poco a Eren de niño.

Los Juegos del Hambre | JearminDonde viven las historias. Descúbrelo ahora