El asesinato

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Raúl estaba desorientado. Cada vez le costaba respirar más. ¿Qué era aquello, que olía tan mal? Se estaba mareando.

Sale del coche, casi cayéndose al suelo en el proceso.

No debería haber tomado el camino largo para volver al pueblo. Pero, es que, se sentía tan bien antes, ayudando a esas chicas, que dijo que por qué no darse un paseo, si el tiempo era tan bueno y estaba de tan buen humor. Una vez fuera del coche, siente que el aire llena un poco mejor sus pulmones, pero sigue sintiéndose caer.

Tantea con las manos sus bolsillos en busca del móvil, pero no lo encuentra. Juraría que lo había dejado allí antes, que lo había usado para buscar una cosa en Google, que lo tenía hace nada.

Abre la puerta del coche para ver si está ahí, pero el tufo de a saber qué era aquello lo asfixió.

No, no estaba en el asiento del conductor ni en ninguna parte del coche. De la nada, siente como una persona pasa por detrás de él. Se da la vuelta, aliviado de encontrarse con alguien que le pueda ayudar.

Pero ese alguien no estaba ahí por casualidad, ni quería precisamente ayudarle.

Lo primero que hizo el asesino fue agarrarle del cuello, para desorientarlo más de lo que ya estaba. Apretó muy fuerte, y a pesar de las partículas de látex que se encontraron después, dejó también algunas huellas en el cuello de Raúl.

Aquel hombre, tan bueno y tan bueno, que nunca le hizo daño a nadie estaba siendo asesinado a sangre fría.

Él miraba a su agresor con la cara más tensa que nunca, mientras trataba de luchar por su vida. Pero es que estaba débil. Sentía que le ardían los pulmones y que no podía más. Sintió como se le cerraban los ojos lentamente y perdía el conocimiento. El asesino, aprovechó el desmayo de Raúl y empezó a rebuscar dentro del coche y meterse cosas (que claramente no eran de valor) en el bolsillo.

¿Eso era? ¿Un robo, nada más?

Pues claro que no.

Eso era un asesinato.

Mientras toqueteaba el interior del coche, se le enganchó la cabeza en una especie de decoración siniestra que tenía Raúl en el coche. Era una especie de bola de metal con pinchos.

¿Qué? ¿Por qué el viejo tenía eso? Le había comenzado a sangrar la parte derecha de la cabeza, y para colmo, se le había enredado el pelo en esa bola. Escuchó, mientras terminaba de desengancharse la cabeza de esa arma letal, como Raúl tosía. Así que con toda la rabia que contenía, sacó el cuchillo de su bolsillo trasero y arremetió contra Raúl.

Una, dos, tres, cuatro y cinco estocadas letales contó el forense. Diez superficies.

Eso sin contar, claro, los extraños mordiscos que le dio al cadáver antes de abandonarlo en medio de la carretera.

Y así como llegó el asesino, se fue. Sin dejar más rastro que el de sus pruebas biológicas en la escena del crimen.

El experto dictaminó que lo que había estado inhalando Raúl era una mezcla de lejía y amoniaco. Lo habían introducido por las rejillas del aire acondicionado.

Si hubiese permanecido cinco minutos más dentro del coche, hubiera muerto de otra forma. Menos cruel, tal vez.

Las huellas eran de Nicole. El pelo de Irene. La dentadura de Suárez. Había dos botes de lejía y amoniaco en el maletero del coche de Sofía. Encontraron el móvil de Raúl en el piso donde se alojaban las chicas. El cuchillo ensangrentado y una mascarilla con restos químicos en la basura principal del piso. Y muchas otras pruebas circunstanciales en su contra. Muchas más.

¿Qué otra prueba se necesita para afirmarlo?

Ninguna, porque eran ellas. 

No fuimos nosotrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora