2. Gabrielle

40 11 12
                                    

Unos golpes en la puerta de la habitación del hotel me despiertan e interrumpen el sueño tan fantástico que estoy teniendo, donde aparezco tomando el sol en una playa del Caribe, acompañada de un mojito.

Como no me levanto a abrir, la persona aporrea la madera tres veces más y yo suelto un bufido.

Ma chèrie, soy yo —me habla mi representante tras la puerta—. Ábreme, que tenemos que arreglar unos asuntos.

Me deshago del antifaz que uso para dormir; también utilizo tapones para los oídos, pero me los he dejado en casa, aunque hubiera podido pedirle a alguien que me los comprara o presentarme yo misma en algún supermercado o bazar asiático. No soy tan señorita, pese a que lo parezca, pero no me apetecía mezclarme con la multitud después de lo de anoche.

Me levanto de la cama, estirándome y bostezando, y le abro a Lucien, superdespeinada y con las legañas adornando mi rostro, porque es mi mejor amigo y la única persona con la que tengo confianza, por eso lo elegí como mánager y él no dudó ni un segundo en aceptar mi oferta cuando se la propuse.

—¿Qué quieres? —le pregunto con voz cansada—. ¿Sabes qué hora es?

¿Cuántas horas he dormido? No habré llegado ni a tres.

Tengo unas ganas locas de coger un avión y apalancarme en mi chalet de Barcelona, con mi gatita Bartolamiau, para descansar, durante una semana entera, de tanto evento de artistas agotador.

—Menuda cara tienes, Gab —me responde mi amigo, sin saludarme ni darme los buenos días, tras analizarme con sus escrutadores ojos marrones, sorprendido—. La peor cara de la historia, sin ofender.

Él, como siempre, está fresco como una lechuga, como si no se acabara de levantar, ataviado con ropa impoluta: un traje violeta, sin ninguna arruga.

—En serio, ¿qué quieres tan pronto? —vuelvo a insistir, pasándome una mano por la cara, porque me duele la cabeza por la dichosa resaca—. Todavía quedan unas cuantas horas para que nos marchemos.

Lucien me da un pequeño empujón con el que me aparta de la puerta, y se adentra en la habitación; yo cierro y apoyo la espalda en la madera para escuchar lo que me tenga que decir.

—Debemos solucionar un problemita ya —me dice apuntándome con su bolígrafo, que contiene un pompón blanco en lo alto, acompañado de la figura de un unicornio, mientras que con la otra mano sujeta su carpeta blanca con un estampado de estrellitas plateadas—. Así que date una duchita corta, vístete, maquíllate y pide que nos traigan el desayuno lo más rápido posible, que tenemos prisa. En media hora hemos quedado.

—¿Con quién y para qué?

Esto es lo que más detesto por haber crecido entre bambalinas: los planes improvisados. A mí me tienen que avisar, como mínimo, con una semana de antelación. A veces lo dejaría todo para volverme a la casa de mi madre en París y ayudarla en su cafetería; sin embargo, en otras ocasiones, pienso que soy una afortunada por dedicarme a lo que me gusta y por poder representar a mi país en Eurovisión, aunque haya un lado negativo: la fama, aguantar a famosas de pacotilla que destrozan faldas de tul y que casi te desnudan frente al público, y no poder salir ni en pijama a la calle porque siempre te encuentras con gente que te pide una foto o con algún paparazzi que captura una imagen tuya cuando menos te lo esperas.

Una vez que estoy duchada, arreglada y con el estómago lleno gracias al desayuno que una simpática camarera de pisos me ha traído, Lucien me guía por los pasillos del hotel y nos detenemos frente a la puerta de una de las habitaciones. Da un par de golpecitos con su puño y aguardamos a que nos abra quien sea que se halle detrás.

Quiero ser la protagonista de nuestra historia (Serie Lapislázuli #2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora