Capítulo IV: Dilección

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Marta

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El álgido aire de la mañana había congelado la expresión en mi rostro, haciendo imposible que se marcara en ella algún indicio del cansancio que sentía. Bajo la simplificación en una única palabra, convivían dos tipos de cansancio: uno pasajero, provocado por el esfuerzo físico y que me acompañaría mientras siguiera corriendo y un poco tras finalizar; y otro insondable, que se calaba en mis huesos y, con incesante afán, intentaba hundirme en la contrición de no haberme ido a dormir más pronto. No importaba la fuerza con la que lo intentara, yo flotaba en la superficie, pues no pesaba en mí ningún tipo de arrepentimiento. ¿Por qué debería arrepentirme de haber dormido con una sonrisa en el rostro? ¿Por qué debería arrepentirme de, a altas horas de la noche, estar escribiendo mensajes en el móvil en vez de llorando tinta en mi cuaderno?

¿Por qué, entonces, debería sentir algo que no fuera un vehemente deseo de repetirlo? Quizá no era lo más saludable para ninguna de las dos, pero egoístamente quería componer todas mis noches como un poema donde ella fuera la rima.

Era bastante normal —un hábito, más bien— que utilizara los ratos en los que salía a correr como momentos de meditación; sin embargo, creo que la combinación entre la falta de sueño y la falta de oxígeno estaba provocando que mis reflexiones fueran fervorosas en demasía.

La vibración del reloj al alcanzar los diez kilómetros fue una de las sensaciones más reconfortantes que había sentido nunca. Cumplir esa marca era normalmente un esfuerzo intenso y esta vez, dadas las condiciones, no iba a serlo menos.

La heterogeneidad de pensamientos que antes había caracterizado a mi mente se esfumó cuando entré en casa para transformarse en un expositor del mismo monotema repetido. Comer. Necesitaba comer algo. Aunque podría haber devorado un banquete real en apenas unos segundos, decidí tomar una pieza de fruta; era más conveniente tanto para mi salud como para la comida que celebraríamos por el cumpleaños de mi hermano en unas horas.

Sintiéndome rodeada por un incómodo halo de sudor, me adentré en la ducha, notando como la sensación de suciedad y de fatiga se diluía con las gotas de agua que caían sobre mí. Agradecía estar viviendo en estos instantes la excepción a la impuesta regla de la prisa continua, poder vestirme, maquillarme y peinarme sin mirar el reloj a cada paso como si este supusiera una fatídica amenaza; resultaba, más bien, un mordaz recordatorio de que podría haber dormido una hora más y estar descansada sin haber renunciado a las conversaciones nocturnas —matinales quizá era más acertado— con Fina.

Sentada en el sofá y ya demasiado despierta como para intentar dormir, encendí el móvil y lo primero que hice fue activar las notificaciones de Instagram. Como acto seguido, abrí la red social por si algún mensaje se había extraviado mientras las notificaciones seguían apagadas. No fue el caso, pero tenía nuevos seguidores que no había visto, por lo que pulsé el botón y fui agradablemente recibida por el aviso de que Fina había comenzado a seguirme. Abrí su perfil para seguirle también.


@finavlr__

Fina 🌥️

'99

📍 Toledo

🏳️‍🌈

if god hates us why do we keep winning


En su momento ya había entendido a qué se refería con que mi perfil era profesional más que mío, pero ahora sabía lo que era tener un perfil propio, verdaderamente tuyo. Su biografía era una muestra tan sintética como fiel de su identidad: la forma de organizarlo, los emojis y, sobre todo, el uso de referencias que no entendía —como la última frase de su perfil— gritaban, a decibelios casi dolorosos, el nombre de Fina.

Olas de tintaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora