Capítulo VI: Lirismo

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Fina

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Fina 🌥️ ha compartido una nota:

Money, Money, Money • ABBA


Giré a la derecha como me indicaba Google Maps y nos adentramos, muy a mi pesar, en un barrio pijo. Incluso resguardada en el coche, sentía como si las casas, con sus enormes jardines de enormes cifras, me miraran por encima del hombro —o por encima del capó— con desagradable soberbia, cargando el aire de un hedor a pijerío que casi me hace subir las ventanillas.

—Sigo sin entender cómo han podido entregar el paquete en otra casa —habló Claudia, mirando extrañada alrededor—. ¡Ni siquiera está cerca de la nuestra!

Había decidido mantener la visita a la casa de Marta como una sorpresa. Me ilusionaba —en verdad me divertía más que otra cosa— pensar en la reacción de Claudia, que podría variar entre un desmayo, un chillido que nos volatilizara los tímpanos o quedarse paralizada con los ojos y boca abiertos de una forma inhumana. Por ello, le había dicho que habían dejado mi pedido —un supuesto bote de proteína en polvo— en una dirección incorrecta y que si me podía acompañar. También insistí en que, al ubicarse en un barrio adinerado —en verdad dije de millonetis—, le dedicara especial atención a su apariencia, para no desentonar —es decir, para que quien nos abriera la puerta no se pensara que le íbamos a robar—; porque sabía que como no fuera perfecta a ver a Marta, se estaría lamentando por toda la eternidad.

—A saber. Quizá el repartidor llevaba cincuenta paquetes a esa dirección y pensó que el cincuenta y uno también iría ahí —supuse—. Que si hubiera sabido lo que hay dentro ya te digo yo que no se hubiera confundido.

—¿Por qué? Yo creo que alguno también tomará la proteína esa.

—Para qué, si esa gente solo juega al golf —opiné mientras aparcaba el coche delante de la casa de Marta. Bueno, ni casa ni leches, casoplón.

Solo se podía observar una parte de la fachada por encima del muro —cuya extrema longitud avisaba de la magnitud del terreno que cercaba— y, aun así, esa mínima parte era ya impresionante. Caminé hacia la puerta y toqué el timbre, notando cómo Claudia, tímidamente, se colocaba detrás de mí —y con lo bajita que era, probablemente no se le veía—. Poco después, la puerta se abrió y la imagen de Marta, quien vestía unos pantalones beige y una camisa azul —creando una perfecta armonía de matices con su iris— de finas líneas blancas, nos dio la bienvenida con una sonrisa amable. Su mirada —magnéticamente azul— conectó con la mía, dejando pasar una inmensa corriente de complicidad, y cuyo voltaje pareció aumentar cuando, guiñándole el ojo, me aparté para dejar ver a Claudia. El espíritu de mi amiga debía de haber abandonado la Tierra, pues se había convertido en una estatua, con una expresión de conmoción grabada en el rostro, y que miraba, sin pestañear y sin moverse, a la escritora.

Marta nos invitó a pasar y entonces el espíritu de Claudia volvió, pero volvió mutilado —con brazos y piernas, pero sin mandíbula—, así que, aunque todavía no podía hablar, pudo entrar a la casa y mirar, incrédula, de un lado a otro, como si quisiera corroborar que se encontraba en un sueño.

Tras cerrar la puerta, Marta se acercó más a mí con una expresión divertida.

—Ya veo que se ha creído totalmente la historia del paquete extraviado —comentó, mirando de soslayo a Claudia, quien seguía moviéndose por el jardín y analizando cada detalle del lugar con escepticismo.

Olas de tintaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora