Ruy & Teresa 16: La pirámide dorada 1.

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Ruy & Teresa 15.

La pirámide dorada 1


El periplo de la flota expedicionaria continuó, surcaron mares inhóspitos y enfrentaron peligros inimaginables. Las islas que exploraban, antaño habitadas por civilizaciones ahora perdidas, mostraban sus cicatrices de piedra y ruina, ocultas bajo capas de vegetación selvática y la implacable arena costera. En estas tierras olvidadas, encontraron criaturas que desafiaban la razón: extrañas criaturas mitad mujer y mitad ave de garras afiladas y cantos hipnóticos, así como ciclópeos colosos cuya furia ponía a prueba el coraje de cualquier guerrero.

El encuentro con una serpiente marina fue una danza mortal bajo la luna pálida. Su cuerpo se enroscó alrededor de uno de los barcos escoltas, hundiéndolo en las profundidades antes de sucumbir a las lanzas y flechas de los marineros. David, siempre pragmático, ordenó que se aprovechara la carne del monstruo para alimentar a la tripulación, y que la piel se usara para confeccionar capas de escamas tan duras como el acero, capaces de desviar flechas y saetas de ballesta.

Las chalupas se aproximaron a la playa con sigilo, dejando los cinco maltrechos barcos sobrevivientes al abrigo de la bahía. Ximena, con un suspiro de alivio, agradeció a su deidad por permitirles llegar a tierra firme una vez más. Sus ojos se posaron, furtivamente, en Teresa, su amiga cuya sed de venganza había sellado un pacto oscuro con Draerinxias. La sacerdotisa iluminada empuñó su maza con determinación, lista para lo que fuera.

Guilles, el veterano explorador, ordenó cautela mientras examinaba la playa con ojos experimentados. Teresa desenfundó su espada de lato, la hoja centelleando con un brillo ominoso, mientras Ruy se posicionaba frente a ella, su escudo recuperado de un templo olvidado, erguido como una muralla indomable. Breika, la enigmática psíquica, erigió una barrera invisible con su mente, mientras David y Samantha mantenían listos sus conjuros de ataque, susurros de poder antiguo en sus labios.

La jungla que se extendía ante ellos era un laberinto de vegetación tupida y humedad asfixiante. Avanzaban con cautela, el suelo húmedo amortiguando sus pasos. A medida que penetraban más en la espesura, un hedor a carne y vegetación podrida les golpeó, un presagio ominoso de los horrores que podrían esperarles. Guilles, cortando la maleza con sus falcatas, se mantenía alerta, consciente de que cada sombra y cada crujido podía esconder una amenaza mortal.


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