Capítulo 3

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Las noches de enero en Jericó, Vermont, eran secas y frías, el aire gélido e intenso, las estrellas brillaban con una claridad inusual, como si el frío las hiciera más nítidas; ella cerró los ojos y soltó un pesado suspiro en voz alta. Luego de su patética huida, su único refugio para lamentarse fue el puente cerca del panteón, junto a las solitarias lápidas del viejo cementerio, a escondidas del velador.

Qué irónico, piensa ahí recostada sobre la piedra fría, mirando en silencio su imagen reflejada en el hielo y el agua que corría bajo sus pies, halló consuelo en el silencio de la muerte, en la sinfonía del pasado.

Escucha la voz de su madre en su cabeza, horrorizada y reprendiéndole por salir corriendo como una niña. Y en un día tan importante. Enid Sinclair huyendo de su prometida. Cierra los ojos y todo lo que ve son los ojos decepcionados del sacerdote, siente el peso de esa mirada, y cómo nadie todavía no nota que esta boda estaba siendo demasiado para ella, donde solo necesita un momento. Un momento para pensar. Respirar.

Una chica que nunca ha vivido la vida como los demás encuentra un refugio donde otros descansan en paz.

La fría brisa de la noche golpeó su semblante cansado, sus mejillas encharcadas con lágrimas de sal se han tornado de un color rosa por la frialdad, pero todavía no encuentra valor en sí misma para regresar a casa, mucho menos con los familiares de su prometida. El recuerdo de la mirada enfurecida de su madre vuelve a ella, la expresión pasiva de su propio padre, y la mirada de la madre de su prometida le devastaron.

Demasiadas miradas, no podía soportar tantos ojos puestos en ella.

Se le escapó un largo suspiro, su aliento ya era visible en forma de vaho. A pesar de las múltiples capas del vestido que llevaba puesto, apenas hacían nada para evitar el frío. ¿Por qué no pensó en recoger un abrigo antes de salir corriendo? Cierto, murmura para sí, no pensó: actuó por puro instinto de supervivencia. Miró la florecilla que su futura esposa le había obsequiado y aspiró su dulce aroma, conteniendo las lágrimas que querían escaparse de las esquinas de sus ojos.

Su otra mano saca, entonces, el anillo de plata.

Piensa en ella. Bianca Barclay es alguien completamente diferente a como la imaginó (tampoco es que los rumores la pintaran mejor), parece tener la misma situación que ella, pero le sonrió como si Enid le gustara. Eso era bueno, ¿no? Este matrimonio arreglado no sería la cárcel que imaginó, podría terminar siendo una buena alianza, o quizás aprenderían sobre la marcha a llevarse bien.

Pero, nuevamente, ni siquiera había hablado con ella hasta hoy, y mañana se iban a casar hasta que la muerte las separe. Su agarre en el anillo se apretó ligeramente.

¿En qué se ha metido?

¿Por qué, ahora, de repente se sentía tan... dudosa?

-Bianca debe pensar que soy una tonta cobarde... -murmuró ella, miró con tristeza la flor y el anillo, y los metió en el bolsillo oculto de su vestido-. Este día no podría ser peor.

Para su consternación y desgracia, habló demasiado pronto; pudo escuchar una campana familiar venir desde el pueblo. Era el sereno, otra vez.

Oh, no.

La voz de aquel hombre parecía resonar en cada rincón del pueblo, relatando de manera exagerada los sucesos de la tarde, y anunciando una vez más que su futuro dependía de aprenderse los votos, o bien podrían mandarla a freír espárragos. La joven de cabellos rubios volvió a soltar un bufido, esta vez, uno mucho más exasperado.

"Genial, ahora todos saben de mis desgracias".

Enid lanzó los brazos al aire, maldijo al viento su perpetua mala suerte, se levanta las faldas suavemente y vuelve a emprender el camino por el solitario sendero de tierra, adentrándose en la penumbra del bosque. Sabe que no podría volver a pisar ese pueblo hasta el amanecer, quería evitar las miradas indiscretas de los más curiosos y la vergüenza.

Hasta que la muerte nos separe | WenclairDonde viven las historias. Descúbrelo ahora