Capítulo 7

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Jericó, Tierra de los vivos

A la medianoche, Jericó pierde todo su encanto y es sumergido en las tinieblas más oscuras; desde lejos se oye a los cuervos cantar, a los lobos aullar al fondo del bosque, las sombras acechan en cada esquina y la brisa helada ruge en sus oídos sesibles. El cielo nocturno es borroso, empañado por nubes grises y con relámpagos iluminando cada cierto tiempo; ella traga saliva, relamiéndose los labios resecos, el clima se convirtió en un presagio de su situación actual: pronto caería una tormenta.

Un frío que no respetaba ni a las piedras se sentía como agujas diminutas clavándose en la piel de su rostro y en sus brazos, instándola a acelerar el paso y adentrarse en calor de una chimenea. Sus zapatillas de tacón aplastaban los hierbajos a medida que avanza, es tarde por la noche, más cerca de la madrugada, las calles están oscuras y lúgubres mientras camina, las farolas estaban apagadas, y sus pensamientos se deslizan hacia lugares oscuros.

No debería estar haciendo esto, no debería haber hecho nada de esto, este ya no era su lugar: dejó de serlo una vez que el anillo estuvo puesto en su dedo. Pero, las palabras de su madre se repiten una y otra vez en su cabeza, no conoce nada más que esta triste realidad, no puede ver más allá de los colores grises que tiñen su mundo, ¿cómo puede atreverse a ir en contra de los deseos de su madre?, ¿cómo puede siquiera considerar que su nuevo matrimonio sería válido para este mundo?

Esto es lo mejor, se repite a sí misma, esto es lo correcto.

No obstante, un sabor amargo eclipsaba todo, marchitaba sus esperanzas de vida, su corazón comenzó a latir con fuerza al pensar en lo que está haciendo, en la red de mentira que ha tejido para ir a visitar a otra mujer en medio de la noche. Se siente como si estuviera engañando a su esposa.

"Porque, de hecho, lo estás haciendo, Enid".

Trata de caminar más lento por la calle principal, para no alertar a las almas en pena despiertas a esa hora; la Mansión Barclay resalta entre las otras viviendas comunes, grande y premonitoria, igual de espeluznante que de día. Enid ya está cansada de correr en tacones, y sube los escalones de piedra de la entrada de dos en dos, piensa en qué decir, las disculpas que ofrecer por aparecerse a una hora tan impestiva y enfrentar su destino.

O quizás ofrecer una mejor oferta que su mano en matrimonio.

Sentía un tic nervioso invadirla por completo, daba grandes bocanadas de aire para calmarse a sí misma, después de dar muchas vueltas en silencio, se pasa una mano por su cabello enmarañado, es hora. Pero, antes de que pueda tocar la puerta, escucha voces provenir del interior de la mansión. Duda y, en cambio, escucha a escondidas la conversación, apoyando la oreja contra la puerta.

—Ni siquiera puedo imaginar lo vergonzoso que debe haber sido para Bianca —resuena una voz masculina, el padrastro de Bianca, Gideon. Habla tosco y grave, como si algo horrible hubiera ocurrido.

— ¡Cuando vuelva a ver a esa tal Sinclair la estrangularé con mis propias manos! —habló esta vez la madre, asustando a Enid. Ya no miden el tono en el que hablan.

—Tus manos son gordas y su cuello muy delgado... deberás usar una soga, Gabrielle —apoyó su esposo, y esta vez resonó el sonido de la llave cerrando la puerta.

—Lo juro, si veo a esa mujer...

Muy bien, tal vez la puerta de entrada no es la mejor opción, piensa la mujer, y regresa sobre sus pasos, bajando los escalones de piedra. Se queda de pie frente a la mansión, pensando en qué hacer ahora, no podía infiltrarse a ella como un vulgar ladrón de pacotilla ni conocía otra entrada a la casa. Pero, debía resolver esto pronto, no podía dejar esperando a Wednesday toda la vida, y tal pensamiento le hizo sentir frío.

Hasta que la muerte nos separe | WenclairDonde viven las historias. Descúbrelo ahora