Alicia estoica

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Ajustada en posición, reloj y fase. Tiempo.

Soy muy mala bailarina.

 Dada la inmensidad de la tierra, maravillosa en altura y ridícula en extensión; doy por sabidas siete cosas.

 La primera es que se me acabaron las frutillas para el viaje.

 La segunda es un pozo, un sauce llorón que vaga y enreda carcamanes perdidos en la mentira.

 La tercera se relaciona con la cuarta, pero no supone una rapsodia legible en términos pizarnikos.

 La quinta es una imposibilidad.

 La sexta no es, empero radica en la geometría de las flores. 

 La séptima ha muerto.

 Volcase sobre la cúspide aun inaccesible por un ramaje inagotable que fatiga la voluntad humana. Aunque subordinado por la razón, niega los efectos del colesterol y la sangre derramada bajo una porción de ternura infinita. 

 Que fatalidad. Es aterrador porque significa que la mermelada tiene frío. Se ha perdido.

 Mi héroe y mi villana, creatina. Nietzsche.

 Como si la adversidad no fuera la base de los cimientos más bastos y fornidos, esos que caen con el toque de un pétalo. Porque no es la obra, sino la magnitud.

 No es el lince, son colores en el viento.

 Porque evidentemente no, pero indudablemente sí.

 Empíricamente factible, pero por capricho del universo no.

 Son millones de leguas, no kilómetros. Porque las distancias se recortan, pero los lápices jamás.

 Es cuando las botas se hunden en tierra firme, por la cobardía de saltar y el golpe de un destino austero. Irrigada de determinación hasta el desborde, se muere un poco todos los días y desolla sus talones.

 Doma.

 Son cuarenta y siete saltos de conejo. Babilonia neotribal, masas enteras deshumanizadas por la rutina y el percance de un golpe bajo a la democracia.

 Por vergüenza, se dispuso a endilgar su tropa de cartas a un islote más azul.

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