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Pov. Katniss


Me desperté jadeando. Antes de que pudiera incorporarme, me vi catapultada a la madre de todos los flashbacks. Poseía fuerza y transmitía la sensación de realidad que habían tenido los que sufrí justo después del asesinato, con mi padre tendido sobre un charco de sangre, sus ojos sin vida mirando al techo. Aferré las sábanas y me cubrí con ellas hasta que cesó aquel sonido chirriante que inundaba mi cerebro, hasta que la realidad por fin se afianzó a mi alrededor y el mundo se aclaró.

Unos minutos después, me incliné sobre el inodoro con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Por qué? —gemí, compadeciéndome a mí misma, poseída por el dolor y la pena que habían traído consigo los recuerdos.

Me incorporé y me metí en la ducha. A pesar de que me estremecía sin control, me negaba a pasar el resto del día en la cama como quería, como había hecho durante meses después de aquella noche.

El nuevo flashback había matado la feliz sensación de euforia que me envolvía la noche pasada.

Me duché con rapidez y me vestí con unos pantalones cortos y una camiseta. Por alguna razón, pensar en no hacer nada tendida en la playa de Briar Road, a orillas de lago, me proporcionaba una particular alegría. Sí, había soñado con mi padre, pero a pesar de la tristeza por su pérdida y aquella pesadilla, la había superado con cierta esperanza. Me gustaba estar allí.

Moví la bicicleta y puse a Phoebe en la cesta delantera. La mañana había traído un cielo brillante y comenzaba a hacer calor. Estábamos a finales de agosto; no sabía cuándo comenzaban las señales del otoño en Maine, pero por ahora seguía siendo verano.

Mientras me dirigía hacia Briar Road, dejé que la bici rodara sola levantando las manos y los pies durante unos breves segundos. Las ruedas chocaron con las pequeñas piedras del camino, haciéndome reír. Phoebe ladró varias veces como si quisiera decirme: «¡Ten cuidado, loca!».

—Lo sé, preciosa. No te preocupes, Phoebs, no nos caeremos.

Cuando llegué al lago, extendí la toalla en el lugar habitual y me introduje en el agua fría mientras Phoebe me observaba desde la orilla. Aquello era delicioso, pensé al sentir las pequeñas olas lamiendo con suavidad mis muslos mientras avanzaba. Por fin, me sumergí por completo y comencé a nadar, dejando que el agua fluyera contra mi cuerpo como una fresca caricia.

Cuando di la vuelta y regresé a la orilla, escuché a un animal —seguramente un perro de buen tamaño— aullando como si sufriera mucho dolor. Phoebe se puso a ladrar eufórica, corriendo de un lado a otro de la playa. Salí del agua y me detuve a escuchar. El aullido continuaba hacia mi izquierda, por donde estaba la propiedad de Peeta Mellark.

Me pregunté si sus cultivos se extenderían hasta el final de la playa. Supuse que era posible. Me acerqué hasta el límite del bosque y empujé algunas zarzas para poder echar un vistazo entre los árboles, pero solo alcancé a ver más árboles. Sin embargo, a unos cincuenta metros, había un montón de zarzas. Contuve la respiración, llena de emoción. Mi padre también había tenido aquella insana afición por las moras, y ver aquella abundancia frente a mí me hizo la boca agua. Comencé a acercarme a los arbustos, pero cuando una rama me arañó la barriga desnuda, resoplé y me retiré. No estaba vestida para coger moras. Tendría que dejarlo para otro día.

Regresé a la toalla, me sequé y volví a sentarme. Pasé allí varias horas leyendo y tomando el sol antes de coger a Phoebe para volver a casa. Como de costumbre, me detuve un instante ante la puerta de Peeta, preguntándome de nuevo a qué responderían aquellas manchas más claras en su valla.

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