7 Juanjo

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Jon recogió a Martin, como lo había hecho el día anterior, en la puerta del local de reuniones. Martin lo estaba esperando, y tan rápido vio la moto se acercó a él. El chico le ofreció el casco, y mientras Martin se lo ponía, apagó el motor para hablarle, y subiéndose el cristal del casco, destapando esos ojos verdes con aroma de menta, inició una conversación que casi con la mirada bastaba.

-¿Qué tal el día?

-Guay -le contestó Martin sonriente-, hemos hecho todo lo que teníamos que hacer, y ha salido el sol.

-Por fin, ya estaba agonizando con el mal tiempo, joder.

-Qué poco vasco eres -le dio un empujón, dirigiéndose hacia su espalda, para montarse en la moto-.

-¿A ti no te gusta el sol o qué?

-Me encanta, pero solo porque sale de vez en cuando.

-Entonces te tendré que ver muy de vez en cuando, ¿no?

Martin apretó fuerte el abdomen de su compañero, acercándose así lo máximo posible a su espalda. Eran las 18:00 y había empezado a anochecer. El cielo tomó un tono anaranjado que sólo los atardeceres de invierno solían tener. 

Su ama, que viajó a Argentina de joven, le decía que de ese color eran siempre las puestas de sol allí, decía que eran de fuego, que mirando sólo ya te quemaban. El sol se veía de un rojo casi color sangre y la luna nueva estaba saliendo, vergonzosa. Se saludaban como lo hacen muy pocas veces al año. Miraba al cielo, tan relajado, que se olvidó de quién era el que lo llevaba en moto. Notó, de pronto, que una mano tocaba las suyas, y entendió la indicación de que lo tenía que agarrar fuerte.

No fueron hacia Gros. Martin notó que salían de Donosti, pero se dejó llevar, como lo hacía siempre. Terminaron en un mirador de un monte, desde el que se veía a la perfección cómo el mar se fundía con el cielo, imitando ese mismo traje de fuego.

Ambos se quitaron los cascos enseguida, para poder apreciar las vistas.

-Es precioso -fue lo único que pudo decir Martin-.

-Sabía que te iba a gustar.

Se acercaron a la barandilla en silencio, apreciando la calma con la que se podía dejar a la vida pasar. Quizás lo único real era eso. De la belleza nadie podía mentir.

Miró a Jon, y se fijó en su mano, que descansaba apoyada en la barandilla, y, sin pensarlo dos veces, la atrapó. Jon también lo miró a los ojos. La luz, ya casi rojiza, teñía su rostro del mismo color. Hacía que el verde de sus ojos resaltase todavía más. Se fijó en la peca que tenía bajo uno de sus ojos. Notó la otra mano de Jon posar a lo bajo de su espalda, quedándose el uno frente al otro, con la mirada clavada en los ojos, esperando una pequeña afirmación, quizás. Dudó por un segundo, pero cuando notó que, tras posar la segunda mano junto a la otra, Jon lo atraía hacia él, buscó encontrarle la nariz con la suya.

Ya había dejado de ver por los ojos, ahora quería ver desde la piel. Y así, una caricia, un pequeño roce que sus narices presenciaron, fue suficiente para dar un pequeño golpe hacia arriba y, con la misma delicadeza, encontrarse con sus labios. Fue un beso suave, sin pretensiones. Un beso que no necesita ser más que dos labios que prueban por primera vez el sabor de otros labios.

Una flor tan solo es una flor, pero por su sencillez emana toda belleza.

Se separaron lentamente. Martin recordaba la luz mucho más vibrante antes de haber cerrado los ojos, el sol ya se había puesto, pero los amantes seguían de pie, queriéndolo ver.

Sus miradas se lo dijeron todo, no hubo necesidad de cubrir con palabras lo que acababa de pasar.

-Ya rasca -rompió el silencio, como de costumbre, Jon-, venga, monta y vamos a casa, que te debo la cena.

Una moneda que cae de cantoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora