llorar en público

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Todos, en algún momento, en alguna etapa, en alguna circunstancia, en alguna situación de nuestra vida, a lo largo de los días, semanas, meses o años, hemos experimentado, de una manera u otra, en una forma u otra, en un grado u otro, una sensación, un sentimiento, una emoción que surge, crece y se apodera de nosotros de manera casi abrumadora. Puede ser una alegría desbordante, una felicidad tan intensa que casi nos hace flotar, una dicha tan pura que sentimos que no podemos contenerla más en nuestro interior. O puede ser una tristeza profunda, una melancolía que se instala en lo más profundo de nuestro ser, una pena tan honda que parece que nos ahoga, que nos envuelve en una nube de oscuridad de la que parece imposible escapar. O puede ser simplemente un instante de emoción pura, una emoción tan intensa, tan vívida, tan desbordante que sentimos que no podemos hacer otra cosa más que expresarla, liberarla, dejarla salir de alguna manera.

Y es en esos momentos, en esos instantes de emoción pura y descontrolada, en esos segundos que parecen eternos, cuando sentimos un deseo inmenso, un impulso casi incontenible, una necesidad apremiante de permitir que las lágrimas, esas pequeñas gotas saladas que se forman en nuestros ojos cuando el alma se desborda de sentimientos, rueden por nuestras mejillas, caigan lentamente por nuestra piel, deslizándose con suavidad y dejando un rastro de humedad en su camino, hasta que finalmente se desprenden y caen al suelo en un susurro silencioso, casi imperceptible, pero que refleja, con una precisión increíble, nuestro estado interno, nuestras emociones más profundas, nuestras sensaciones más íntimas.

Este deseo, esta necesidad de llorar, puede surgir en los lugares más inesperados, en los momentos más inoportunos, cuando menos lo esperamos, cuando estamos en un entorno familiar, rodeados de personas conocidas, amigos cercanos, familiares, colegas, compañeros de trabajo o incluso desconocidos que simplemente están presentes, que se encuentran a nuestro alrededor, observándonos, quizás sin darse cuenta del torbellino emocional que se está gestando dentro de nosotros, sin comprender la magnitud de lo que estamos sintiendo, sin percibir el volcán de emociones que está a punto de estallar en forma de lágrimas, sin entender que lo que parece ser un simple gesto, un mero parpadeo, es en realidad el preludio de un diluvio emocional.

A veces, en esos momentos, en esos instantes de vulnerabilidad extrema, podemos estar en compañía de personas que, de alguna manera, de una forma que a veces no podemos explicar o entender completamente, comprenden y perciben la intensidad de nuestros sentimientos, incluso sin que les digamos una sola palabra, sin necesidad de explicaciones, sin requerir de justificaciones. Estas personas, que parecen tener un don especial, una capacidad casi mágica para sintonizar con nuestras emociones, están dotadas de una empatía innata, una compasión sincera, una bondad natural que les permite ponerse en nuestro lugar, sentir lo que nosotros sentimos, compartir nuestro dolor o nuestra alegría, y extendernos una mano, ya sea física o metafóricamente, para ofrecernos consuelo, una palabra amable, un gesto de apoyo, o simplemente su presencia, lo cual puede ser reconfortante en más formas de las que las palabras pueden expresar, en maneras que a veces ni siquiera nosotros mismos comprendemos del todo, pero que sin duda apreciamos profundamente.

Estas almas comprensivas, estas personas que parecen estar hechas de un material más suave, más delicado, más atento a las necesidades emocionales de los demás, nos permiten sentirnos menos solos en nuestro dolor, menos aislados en nuestra tristeza, menos perdidos en nuestra alegría, menos extraviados en nuestras emociones. Nos ofrecen un refugio, un espacio seguro donde podemos ser nosotros mismos, donde podemos llorar sin temor a ser juzgados, donde podemos expresar nuestras emociones sin miedo a la crítica, donde podemos ser vulnerables sin sentirnos expuestos. Y en esos momentos, su presencia, su comprensión, su apoyo, se convierte en un bálsamo para nuestra alma, una luz en medio de la oscuridad, una brisa fresca en un día caluroso.

Sin embargo, no todas las personas con las que nos encontramos en nuestra vida, en nuestro día a día, en nuestras interacciones cotidianas, tienen esta capacidad de comprensión y apoyo. No todos poseen esa sensibilidad, esa empatía, esa capacidad de conectar con las emociones ajenas. Hay, lamentablemente, quienes, por falta de sensibilidad, por carencia de empatía, por incapacidad de entender la profundidad de las emociones humanas, o simplemente porque no han desarrollado esa habilidad, reaccionan de manera diferente. Estas personas, en lugar de ofrecer consuelo, apoyo, comprensión o una presencia calmante, optan por burlarse, ya sea de manera abierta y cruel, con risas estridentes y comentarios hirientes, o de manera sutil y sarcástica, con palabras disfrazadas de humor pero que en realidad esconden una crítica, un juicio, una falta de comprensión que puede ser devastadora, que puede herir profundamente, que puede añadir una capa de dolor emocional a la ya existente, haciendo que el acto de llorar, que debería ser una liberación, un alivio, una catarsis, se convierta en una experiencia de vergüenza, de humillación, de dolor añadido.

Es por esta razón, por este miedo al juicio, a la crítica, a la burla, que en muchas ocasiones tratamos de ocultar nuestros llantos, reprimimos el deseo de dejar que las lágrimas fluyan libremente, y en su lugar, mantenemos una fachada de control, de fuerza, de estabilidad emocional. Esta represión no es necesariamente porque queramos negarnos a nosotros mismos la catarsis que viene con el llanto, esa liberación que sentimos cuando finalmente dejamos salir las lágrimas, sino porque tememos la crítica, el juicio, la burla de aquellos que no entienden, de aquellos que no comprenden, de aquellos que no saben lo que es sentir tan profundamente, que no han experimentado la necesidad de llorar, de liberar, de dejar salir lo que llevamos dentro. Así, nos encontramos luchando contra nosotros mismos, luchando contra nuestras emociones, tratando de mantenerlas bajo llave, encerradas, no porque no queramos sentirlas, no porque queramos ignorarlas, sino porque no queremos enfrentarnos al dolor adicional que viene con la exposición de nuestra vulnerabilidad a un mundo que, a veces, puede ser frío, cruel, insensible en su respuesta, en su juicio, en su crítica.

Y es en ese esfuerzo por mantener el control, por mantener nuestras emociones a raya, por evitar la exposición de nuestra vulnerabilidad, que a veces nos perdemos a nosotros mismos, nos desconectamos de nuestras propias emociones, nos alejamos de lo que realmente sentimos. Nos convertimos en extraños para nosotros mismos, en seres que viven de manera superficial, que no se permiten sentir profundamente, que no se permiten llorar, que no se permiten ser vulnerables. Y esa desconexión, esa falta de autenticidad emocional, nos priva de la oportunidad de vivir plenamente, de experimentar la vida en toda su intensidad, en toda su belleza, en toda su complejidad. Nos priva de la oportunidad de ser humanos en el sentido más pleno de la palabra, de ser seres emocionales, seres que sienten, que lloran, que ríen, que viven con todo el corazón.

Por eso, aunque a veces tratemos de ocultar nuestros llantos, aunque reprimamos nuestras lágrimas, aunque mantengamos una fachada de control y fuerza, es importante recordar que llorar, sentir, ser vulnerable, es parte de lo que nos hace humanos, parte de lo que nos conecta con los demás, parte de lo que nos permite vivir de manera auténtica, plena, profunda. Y aunque a veces tengamos miedo del juicio, de la crítica, de la burla, debemos recordar que nuestras emociones son válidas, que nuestras lágrimas son un reflejo de nuestra humanidad, que nuestra vulnerabilidad es una fuerza, no una debilidad. Y en ese recuerdo, encontrar la libertad para ser nosotros mismos, para llorar cuando lo necesitemos, para sentir sin miedo, para vivir plenamente.

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