La Última cena. (2/2)

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Hay quienes, en el fondo, siempre estuvieron destinados a ser monstruos, aunque nunca lo hayan sentido. A veces, no es necesario crearlos; simplemente nacen con esa oscuridad en su corazón, como bestias encadenadas, esperando un momento perfecto de debilidad para liberarse.

¿No es así, Caz...?

¿Qué se siente regresar de las garras de la muerte? Aún cuando tu corazón se congeló bajo tierra, forzado a latir de nuevo contra su propia voluntad ¿Y la sangre que se secó en tus venas? ¿A dónde van las ideas que una vez llenaron tu mente? ¿Acaso también fueron enterradas?

¿Dónde está eso a lo que solíamos llamar “tú”?

¿Te reconoces a ti misma?

¿Queda algo de lo que fuiste?

¿O todo murió junto a la tierra, llevándose eso a lo que llamabas "normalidad"?

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La helada caricia de la muerte apenas permitió al teniente abrir los ojos, liberándose a duras penas de la oscuridad en su mente. Aquella prisión mental era un refugio, un escape temporal del mundo real, porque la peor pesadilla estaba junto a él, tomando la forma de una mujer.

Una mueca de asco se dibujó en su rostro al recibir el hedor del hierro en la sangre, la insistencia del vómito y la seducción enfermiza del perfume dulzón que impregnaba el aire.

Su mente rota estalló en llantos y gritos cuando los recuerdos regresaron, golpeándolo con la realidad. Se sacudió en la silla, luchando en vano contra las cadenas, hasta que cayó pesadamente al suelo, sobre el asqueroso fluido que había sido su cena, mezclado con la orina que apestaba sus pantalones.

El cadáver de su madre lo recibió en el suelo, tirado a su lado. El horror lo envolvió al ver sus ojos en blanco, su piel pálida y muerta, y aquel hueco en su abdomen, con los órganos repartidos a su alrededor como una macabra bienvenida.

Aún suplicaba con una fé ciega que todo esto fuera una pesadilla.

El sonido de unos pies húmedos acercándose hizo que un escalofrío subiera desde las piernas hasta la nuca del teniente, erizando cada hebra de su cabello.

Aquel aroma dulzón se coló por sus fosas nasales, enviando un temblor por toda su carne hasta que su estómago se retorció de náuseas. El asco y el terror lo invadían, pero para su horror, también lo hacía la excitación. El ardor en sus genitales era insoportable. No entendía qué llevaba puesto Verónica, qué clase de poder tenía sobre él, pero no era normal ni natural. Algo en él se apagaba, como si su mente cediera al control de la lujuria. Si no fuera por el miedo que aún dominaba, se encontraría suplicando, por muy repugnante que fuera, porque ella lo tocara.

Esos pies se detuvieron frente a él. Casi petrificado, Mateo obligó a sus ojos a levantar la vista, presenciando a la bestia que lo miraba desde las alturas.

Maldita mujer, ahí estaba, rebosante de malicia, lista para desencadenar su macabro juego una vez más. Mateo supuso que esto siempre fue lo que ella quiso: verlo a sus pies, diminuto e insignificante, como una hormiga a la que estaba a punto de aplastar.

Grandes cantidades de sangre escurrían por la piel de Verónica, desde el rostro hasta las piernas. Cada una de sus extremidades goteaba, empapada de ese líquido oscuro. Su maquillaje estaba desaliñado, y lo único que permanecía intacto y hermoso eran sus ojos verdes.

El interior de Mateo se contrajo al hacerse la pregunta: "¿De quién será toda esa sangre esta vez?" La sola idea le daba punzadas de dolor por todo el cuerpo.

—Mírate, eres patético —suspiró Verónica, complacida.

Sin más, ella apretó su pie contra la cara de Mateo, aplastando lo que quedaba de su cordura.

El Pacto Infame: Dios Nunca PierdeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora