La danza de los duendes

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—Señora, deme la pistola —pidió la niña, la sangre reseca sobre su palma extendida.

Paarai, todavía con los dedos sobre el panel ICP, permaneció perpleja un instante mientras contemplaba a aquella mocosa que le requería su arma. Arma que Paarai aferró —dedo en el gatillo, pies firmes sobre el enrejado suelo metálico— mientras buscaba aquel peligro que la niña hubiera percibido. Los ojos de la mujer escudriñaron el pasillo en penumbra, el silencioso taller tras una compuerta entreabierta —forzada, le aclaró su ojo profesional— y la claustrofóbica escalera de mano por la que pretendían ascender ella misma y la pequeña Axiopethea. «Vaya nombrecito tiene la mocosa del alcaide», pensó Paarai por enésima vez.

Tras cerciorarse de que no había centinelas en las inmediaciones, ni nada que indicase la presencia de una de aquellas criaturas que devoraban a quienes causaban demasiado ruido, la mujer devolvió su atención a una niña de apenas un metro de altura, y en cuya espalda cargaba un estuche de violín que la mocosa se había negado a abandonar. «Apego emocional», supuso Paarai.

—La pistola —insistió Axiopethea—. Así tendrá las dos manos libres para mover los cables, señora, y llegaremos más rápido a las dársenas.

«Mover los cables...». Paarai se rio. En silencio.

Paarai calló al recordar que su mono de prisionera no incluía bolsillos para desposeídos como ella. «En los pantalones, entonces. Ojalá nos permitieran usar cinturones». Tras ajustar el arma entre su ropa, confió en que la estrecha prenda y su cintura sedentaria fueran suficientes para mantener sujeta la pistola.

—¿Puedo ayudarla, señora? ¿Seguro que sabe lo que hace?

La fugitiva miró a la niña; la tentación de cruzarle la cara apenas duró un instante. Insolente o no, sólo era una niña. Una molestia.

Paarai alzó un dedo hacia el taller.

—Vete por allí. —Su mano regresó al circuito del ICP—. Escóndete entre la maquinaria hasta que te encuentren los guardias. O ve a buscarlos. Si desciendes tres niveles, te toparás con ellos.

—Los monstruos están por ahí, señora... Quiero ir con usted... No se vaya, por favor... —susurró la vocecilla detrás de Paarai. Esta la ignoró mientras rotaba los nodos desde em-2 a CFT. Un piloto amarillo se apagó—. Mi padre... mi padre tiene una nave personal.

Paarai se detuvo en seco. Las posibilidades de aquello...

Se volvió hacia la mocosa.

—¿Una nave, dices? ¿En las dársenas?

La niña asintió. Para reforzar su argumento, Axiopethea apuntó con el índice hacia el conducto que Paarai intentaba desbloquear. La fugitiva valoró durante un instante que la niña mintiese, pero un alcaide dispondría de un vehículo particular, no un simple esquife. «Tiene sentido».—Más te vale que sea verdad —masculló Paarai.

Mantuvo en la otra mano su combiherramienta, y con su ayuda continuó «moviendo los cables». Para la fugitiva, aquello era lo más sencillo del mundo, pero la hija del alcaide observaba el proceso con ojos de admiración.

—Es importante aprender sobre circuitos, mocosa —le susurró a Axiopethea, consciente de que la niña permanecía atenta a la armónica danza de sus dedos entre los circuitos del ICP—. Te permitirán ganarte un sueldo; claro que podrías ganar mucho más si te dedicas a actividades más lucrativas. Los mediocres no sabrían cómo, pero alguien con mi talento, incluso después de años oxidándome en esta cloaca, es capaz de...

La fugitiva gruñó cuando una solitaria chispa le quemó la mejilla. Esta vez sí le propinó una colleja a la mocosa; su mueca burlona había sido demasiado. Mientras la niña se frotaba la nuca dolorida, Paarai devolvió su atención al panel eléctrico, y con cuidado de no electrocutarse una segunda vez, activó un piloto verde, preludio de un chasquido. «Vía libre».

La jubilación en las lunas de Júpiter y otros relatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora