No nos culpes. Una vez la superficie fue nuestra. El viejo Odo siempre me describía un cielo que era azul y unos mares que no estaban teñidos de rojo. ¿Tú lo has visto, señor del sol? Hablaba de los pájaros que nos miraban con desprecio antes de que nuestras torres se alzaran hasta las nubes y de plantas que crecían a los pies de rocas más grandes que una cúpula. ¿Sabes de lo que hablo, señor del sol?
También recordaba lo malo. El fuego que llovía del cielo y la lluvia que tornaba gris la piel. Hablaba de los gritos de quienes se deshacían por dentro hasta que vomitaban sus órganos. Nos habló de vuestro nacimiento, aquellos que hicieron lo necesario para sobrevivir. Al principio os despreciaron, luego os envidiaron. Vuestra gente se reproducía a medida que la nuestra menguaba. Cada vez más aterrada, cavando más y más en la tierra, huyendo del sol. Tú nos has visto, señor del sol.
Cuando tu gente se nos acercaba, nos preguntaban por qué eramos diferentes. ¿Por qué solo dos brazos? ¿Por qué todos tan extraños? Y nosotros agachábamos la cabeza, demasiado temerosos para deciros que vosotros erais los monstruos. Concebidos bajo la radiación que nosotros lanzamos sobre la vida.
Es el destino del hijo, cargar con los errores de sus padres.
No tardasteis en reclamar venganza y el viejo Odo fue de los primeros en sentir el peso de las cadenas. Pero todavía recordaba lo que era no haberlas llevado alguna vez. Deliró mientras moría, pidiendo que le ajustáramos los guantes porque tenía frío. Acariciaba sus cadenas, esperando que le protegieran del invierno. Murió sin recordar los turnos, los golpes o las cuotas. La muerte le hizo libre. ¿Puedes entenderlo, señor del sol?
Perdimos el ayer. La ausencia de Odo nos marcó a todos. Ya no quedaba nadie del mundo de ayer. Solo los recuerdos, corruptos a medida que nuevas voces añadían o quitaban verdades a lo que aprendían. Susurrábamos, como si temiéramos despertarnos de nuestro ensoñamiento. Sabíamos que no podíamos salir de la cúpula, no si no éramos uno de los vuestros. La oscuridad era lo único que veríamos en nuestra vida. Lo único que nuestros hijos verían. Y sus hijos. Y los hijos de sus hijos.
Nos resignábamos, pero albergábamos absurdos sueños de ser libres y poder caminar bajo el sol. Nos engañábamos, con fantasías imposibles. Nos consumíamos, luchando por sobrevivir. Los ciclos de trabajo se sucedían. Los días se fundían, las horas se multiplicaban. El sufrimiento se extendía y cerrábamos los ojos cuando los débiles caían. Los cerrábamos. No queríamos estar allí, no mientras aquello pasaba. Perdimos el hoy.
Mañana, nos decíamos, hay que llegar a mañana. Era todo lo que nos importaba. El motor de nuestros exhaustos cuerpos. Muchos ya habíamos olvidado la esperanza, y no nos sorprendimos. ¿Qué sentido tenía el mañana, si nunca podíamos sentirlo? Era una barrera que se alejaba a cada paso que dábamos. Y cuando lo comprendimos, perdimos el futuro.
El miedo, entonces. El miedo en nuestro interior se hizo más fuerte. Quisimos sentirlo, para poder aferrarnos a algo. Tropezábamos con vosotros, para ser castigados. El dolor se hacía más intenso a medida que los látigos acercaban nuestra muerte. Era en ese momento cuando dejábamos que el miedo nos inundara, para implorar por nuestra vida. No fuiste misericordioso, señor del sol, y nos mostraste la salida.
Veo en tus ojos que no nos perdonarás por lo que hicimos, pero no tienes derecho a culparnos. Hicimos lo que fue necesario para sentirnos vivos. Por terrible que fuera.
¿Por qué no íbamos a quemar los campos bajo las cúpulas? Después de todo, no podíamos comer lo que cultivábamos. Todo era para vosotros, oh, grandes señores que habían visto el sol. Os llenabais la boca con el grano mientras nosotros arrancábamos los brazos de quienes caían desfallecidos bajo vuestros látigos. Nos arrebatasteis cuanto teníamos y cuanto no recordábamos tener. Ya no podíamos mirarnos unos a otros sin sentir la vergüenza de unos ojos que nos despreciaban.
La vida era la auténtica cadena que arrastrábamos, la que nos aprisionaba bajo la parpadeante luz del ciclo de trabajo. Demorando el descanso eterno. Pero no quisimos morir solos y por eso destruimos vuestro alimento. Fuimos egoístas, señor del sol, queriendo arrastraros con nosotros hasta el abismo.
Pues ahora lo veo, vosotros sois nuestro mañana. El resultado de las decisiones que tomamos.
Hijos míos, os pido perdón. Os criamos sin saber cómo, y fracasamos.
Hijos míos, os pido perdón. Vuestras cúpulas nos regalaron un tiempo que no merecíamos.
Hijos míos, os pido perdón. Porque solo os enseñamos a odiar.
Ahora estás frente a mí, digno heredero de tus padres, esgrimiendo esa herramienta que solo sirve para arrebatar vidas. Harás lo que consideras correcto para proteger a los tuyos y no te pediré que no lo hagas. Libérame, por favor, y olvida el odio. Deja que se disipe para que no puedas enseñarlo. Destruye lo que te impide avanzar. Deja atrás el pasado. Olvida y avanza. Vive tu vida. No te preocupes por mí.
Es el destino del padre, ser enterrado por sus hijos.
ESTÁS LEYENDO
La jubilación en las lunas de Júpiter y otros relatos
Ciencia Ficción«Cuando la paz llegó, también lo hizo la esclavitud». Así comenzaba el relato «Las cadenas de ayer», que alcanzó el quinto puesto en el concurso de @CienciaFiccion Humanos vs Mutantes. Desde entonces, ha cosechado buenas valoraciones por vuestra par...