El bar del fin del dolor

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Las luces se alternan en una sensación confusa. Embriagan con sus naranjas ruidosos y sus silenciosos rojos. Huele a verde. La chica aspira el sabor de la música y sus manos aferran el cóctel de sueños. «¿Por qué lo hago? Me está matando». Da un sorbo sin poder evitarlo y vuelve a dejar la copa sobre la barra del bar. ¿Qué acaba de pensar? Algo importante, pero no lo recuerda. Sus ojos recorren su brazo desnudo hasta su hombro, también desnudo. La ausencia de colores en su ropa le indica que no lleva ninguna.

-¿Dónde...?

-Te voy a pedir una copa más fuerte -dice una voz cercana, pastosa como la de un borracho-. Estás demasiado consciente.

Ella no entiende qué significa eso pero se opone.

-No. -Su propia voz es también pastosa, como si estuviera ebria. Siente un hormigueo azul en la punta de los dedos-. ¿Qué está pasando?

-Te estoy pidiendo una copa -repite. Es un hombre-. Paga el Estado.

-¿El Estado? -pregunta en gris confuso. De repente, todo se vuelve claro-. ¡No! ¡No quiero morir!

Siente un rojizo arrebato de salir huyendo pero en cuanto se pone en pie sus piernas traicionan en negro y se golpea contra la barra. Su cabeza permanece allí. Sus labios balbucean una queja.

-¡Qué golpe! -exclama la voz-. Le diré al... ¿cómo se llama? -Pausa-. Te da bebida... no lo recuerdo... Pero le diré que añada algo para el dolor.

Una mano torpe la agarra del hombro y hace fuerza para incorporarla. Su primer instinto es defenderse y sujeta la mano, es débil y cubierta de arrugas. Alza los ojos. Un anciano desnudo la observa desde otra silla, su mirada es inquieta y tiene aspecto de estar mareado.-Arriba, Erica. La copa llegará pronto.-¿Erica?-Erica... mi nieta. Estoy confundido -murmura el anciano-. Debe ser la bebida, sí. Tú no eres Erica. Eso es. ¿Quién eres?

Le cuesta un instante recordar.

-Alicia -susurra-. ¡No quiero morir!

-Eso ya lo has dicho. Y todos tenemos que morir -añade el anciano mientras empuja una copa hacia ella. El líquido es amarillo burbujeante, se mueve al compás de la música.

A pesar del mareo, Alicia logra dar un vistazo por encima del hombro. Está en un lugar ruidoso y cubierto de colores. Hay otras personas en distintas sillas y sofás. Hombres y mujeres por igual. Los que están tumbados en el suelo parecen muertos. Algunos lo están. Se da cuenta de que todos son ancianos. Ella, no.

Cuando vuelve a mirar al hombre de la barra le está sonriendo. Es una sonrisa ámbar, agotada.

-Ya sabes que aquí no te organizan un bonito viaje a algunas de esas lunas para ancianos. Todos tenemos que contribuir al Estado, y llega un momento en el que la única forma de contribuir es quitarse de en medio.

-Yo soy muy joven.

-Ya me he dado cuenta -dice el anciano. El modo en que examina su cuerpo desnudo no asusta a Alicia, no percibe malas intenciones. Tampoco importa, sabe que el mayor peligro no es ese hombre sino las copas que ya ha tomado-. Pero apuesto los minutos que me quedan a que tienes alguna enfermedad muy grave. Incurable -añade. Alicia no se molesta en negarlo-. Ya me parecía. Si fueras una criminal no te regalarían tu último día aquí. Un enemigo del Estado todavía sirve para trabajar.

Un crujido de violeta llega a los oídos de Alicia cuando una anciana se desploma en el suelo, los débiles movimientos de su mano indican que sigue viva. También su sonrisa.

El crujido retumba una y otra vez en la cabeza de Alicia, taparse los oídos no sirve de nada.

-Una copa -dice el anciano-. Es lo único que hace que todo desaparezca. Toma, bebe.

La jubilación en las lunas de Júpiter y otros relatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora