El Verdugo.

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Estación policial de Syland.

Agosto 12.

No menos de tres días del asesinato a sangre fría de Tom Thurston, hijo menor de la familia Thurston.

En una ciudad de tan bajo conocimiento y menos importancia como Syland, eran comunes los asesinatos, ojos o cuerpos empalados, cráneos rotos, balas perdidas e incluso ataques de algún zorro con rabia. Tal vez eso era, un zorro lo había destripado y sólo con el remordimiento que un animal cómo ese puede tener ni si quiera se lo comió.

El oficial Ferris había estado interrogando a la señora Thurston desde hace una hora más o menos según apuntaba su viejo reloj de mano que apenas movía sus manecillas. La mujer frente a él se aferraba al trozo de papel higiénico que había tomado del escritorio al tiempo en que sus lágrimas despintaban su maquillaje, sacudía la cabeza y se tocaba el pecho con cierto dolor.

El dolor que sólo una madre tras haber perdido un hijo puede sentir.

- Señora Thurston – continuó el oficial después de haberse rascado el entrecejo incómodo – Es importante que lo recuerde.

Pero la madre no daba indicios de escuchar. Tom había muerto. Su Tom. El muchacho alegre que no hace mucho había cumplido veinte.

Su hijo.

Con lágrimas sacó sus anteojos empañados en lágrimas y sudor, bajó la mirada sorbiéndose la nariz y se limpió las cuencas de los ojos con la misma delicadeza con la que antes había tratado a su hijo.

- Era un chico amable – se lamentó entre los sollozos.

La pregunta del oficial Ferris había sido clara. Pero no tenía respuesta, nadie odiaba a Tommy, era complicado de tratar sí, pero no era nada más que un muchacho, a esa edad o cualquiera de hecho, los problemas existen, pero para él, los enemigos no. Las imágenes pasaron en su mente como de costumbre.

Hola, Anett. Aquí estamos de nuevo.

Su piel amoratada no se diferenciaba demasiado un mal bodegón de frutas, todos los colores en aquella piel que alguna vez cuando de pequeño ella misma había besado y cuidado tanto, lo había hecho durante veinte años, le había dado la mejor educación que alguien de clase media cómo Tom podía recibir, no había manera de llevarle la contraria, rara vez se equivocaba, y ahora... ¿ahora qué? Había permitido que un bastardo le rompiera cada hueso en el cuerpo dejándolo morir desangrado.

Lo había estado esperando durante dos horas en la mesa del comedor principal, el único en realidad, pero le gustaba llamarlo así, le daba realce a la situación si alguien preguntaba. Tom con frecuencia tardaba en llegar, unos minutos más tarde se excusaría diciendo que tuvo que hacer algo importante.

La familia Thurston, si se podía llamar de esa forma, nunca había sido la mejor al momento de mostrar afecto, pero Dean y su esposo Oliver mantenían la unión familiar, algo que rara vez terminaba bien. Para cuando llegó octubre, la decisión estaba tomada, Anett y Tom se irían a casa de los abuelos en Montpellier dónde había vivido mucho antes de conocer a Oliver. El plan era simple, una mala película en busca de la felicidad evadiendo los problemas.

Entonces llegó el fatídico día.

Veintiséis de agosto, a las cuatro menos cuarto de la mañana, el teléfono de casa sonó.

El teléfono de casa nunca sonaba.

Bajó los escalones aferrándose al barandal de madera barnizada brillante arrastrando sus pies descalzos por los peldaños helados. Extendió el brazo sin despegarse del penúltimo peldaño y tomó el teléfono la mano derecha respondiendo así a la llamada. En medio de la oscuridad, las palabras de la oficial se oían perdidas, para Anett dejaron de tener sentido, se desconectó.

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