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Cuando Harriet tenía cuatro años, pidió un deseo.

Había sido un día largo, uno de esos en los que la tía Petunia estaba más gruñona de lo normal, y ella y Harry habían tenido que hacer más tareas de las habituales. Sacar la basura era su última misión antes de poder irse a dormir. Así que mientras arrastraba la pesada bolsa al contenedor, algo capturó su atención. Una luz, más rápida y brillante que los demás, cruzó el cielo oscuro. Los ojos de Harriet se abrieron como platos al darse cuenta de lo que había visto. ¡Una estrella fugaz!

Había oído de alguna parte—quizás en uno de los pocos cuentos que había conseguido escuchar a escondidas—que, si le pides un deseo a una estrella fugaz, este se cumpliría. Pero había una regla muy importante: el deseo tenía que mantenerse en secreto, o de lo contrario, la estrella podría enojarse y no concederlo. Y la verdad es que Harriet no podía arriesgarse a eso.

Así que, sin pensarlo dos veces, cerró los ojos con todas sus fuerzas y, con el corazón palpitante de emoción, gritó su deseo en silencio, esperando con todo su ser que la estrella la hubiera escuchado.

Desde esa noche, Harriet esperó pacientemente, confiando en que algún día su deseo se haría realidad. Cada noche, al acurrucarse en su pequeño rincón bajo las escaleras, susurraba una pequeña oración a la estrella, pidiendo que su deseo fuera concedido. No le dijo a nadie, ni siquiera a Harry.

Solo fue cuando Harriet tenía seis años que su deseo se hizo realidad, aunque no estaba segura si era de la manera que esperaba.

—Si te los llevas, no los vamos a querer de regreso aquí — decía la tía Petunia, cruzada de brazos, con una expresión que Harriet nunca había visto antes. Era una mezcla de odio y alivio, como si una carga pesada fuera a ser retirada de sus hombros.

—No te preocupes, en lo que a mí respeta, nunca los volverás a ver — respondió el hombre de negro, con una voz tan fría como la de la tía Petunia. Su nombre era Severus, lo había escuchado cuando llegó, pero no entendía por qué estaba allí ni qué quería con ellos.

Harriet bajó la mirada, mordiéndose el labio inferior. Quería llorar, pero sabía que eso solo enfurecería más a la tía Petunia. Había aprendido a no llorar, porque cada lágrima derramada significaba más castigos, más noches sin cenar, más tiempo en el armario bajo las escaleras. Pero esta situación era diferente, había dos hombres extraños en la casa, y Harriet no sabía si eso era bueno o malo.

—Lo digo en serio, Severus —insistió la tía Petunia, y Harriet sintió un escalofrío recorrer su espalda—No me importará esta vez lo que el hombre diga, ni qué tan protegidos estén aquí.

Harriet levantó la mirada, buscando alguna pista en el rostro de Harry, algo que le dijo que todo estaba bien, que no debía preocuparse. Pero Harry tenía la mandíbula apretada, y su mirada estaba fija en el hombre de negro. Harriet supo en ese momento que su hermano también estaba asustado, y eso la hizo sentir aún más miedo.

Los gemelos Potter y la noble casa de los BlackDonde viven las historias. Descúbrelo ahora