La chica del autobús

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(cuento perdido, datado del 27 de junio de 2017)

Vagaba sin trayecto ni propósito entre las callecillas grises y apagadas, de una ciudad desconocida para mí, hasta que pude hallar en qué concentrar mi vista.

La ciudad se encontraba lánguida y sombría, bajo las proyecciones de un Sol radiante y un cielo hermoso y límpido, empero. Era un escenario muy singular.

El ambiente se respiraba satisfecho, lumínico, con algunas nubes, las gotas blancas del verano. Sin embargo, yo también tenía el ánimo decaído, y no sabía por qué. Aquella vista no hizo más que incrementar la confusión de mi espíritu.

La chica se hallaba allí, sentada, de espaldas hacia mí, en la banca de la parada de autobuses, sola, completamente sola. Y es que, a esa hora, era normal que la ciudad luciera así, pero, había algo más de trasfondo.

No quise acercarme más. Me mantuve muy alejado, a una calle, con una carretera de asfalto brumoso separándonos.

Me detuve a presenciar la belleza sin parecidos de la joven, pese a que solo podía mirar su agraciada y apacible cabellera larga, que cubría su talle casi hasta su cintura.

Su dulzura pudo derribarme y soltar las riendas del numen poético, que hacía mucho se encontraba apagado.

La chica no se movía, solo yacía allí, sentada, tranquila, viendo hacia... el cielo, posiblemente.

Me hizo meditar de pronto, no sé la razón, que la linda joven hallaba deleite concentrándose en el cielo abatido de entonces, al igual que yo.

Pude mirar cómo ella pasaba el tiempo en tanto esperaba el autobús, mirando hacia los lugares apartados del manto celeste, en contraste con los altos edificios negros de la urbe. O tal vez, imaginaba que el cielo era el manto extendido sobre el que pintaba con los colores de sus ojos, excéntricas y no antes pensadas figuras.

Tal vez yo podría hacerle compañía, y sumergirme en sus reflexiones bucólicas. Adentrarnos juntos en el mar azul profundo de las emociones que reflejaba el matiz de la bóveda. Pero eso solo lo supuse, lo conjeturé de lejos, con una sola mirada. Eso fue lo extraño.

No pude resistirme a las maravillas de ese cabello aguamarina serpenteante al viento estival, y me dirigí hacia allá, con la chica.

Entonces el autobús de pasajeros llegó, por lo que no lo pensé ni un segundo, y fui corriendo hacia allá, en vista de que la joven subía a él. No me importó no conocer en absoluto la ciudad, ni a donde se dirigía aquel camión.

Entré, pagué mi pasaje, y pude ver por fin su rostro encantador. Pero, no tuve el valor de sentarme junto a ella. Hubiese sido un atrevimiento sin perdón, yo, un simple diablo, en compañía de una exquisita y dulce mujer de imaginaciones coloridas.

Así que seguí yendo hacia la parte de atrás del autobús, y me senté al final, hasta el rincón. Así, podría seguir centrando mi vista en los delicados juegos de luces que su cabellera larga hacía, y observarla contemplar soñadora el paisaje citadino que pasaba ante sus ojos marrones y el cristal de las ventanas.

No puedo describir ahora su rostro, porque enseguida me cegó. Además, sería otra cosa ultrajante de mi parte.

En vez de eso, me dediqué a mirarla con discreción desde lejos, y tratando de pensar lo que ella pensaba. Me hubiera gustado tanto oír su voz, ya fuera melodiosa o no; pero sin duda más dulce que la pintura áurea del horizonte crepuscular.

La tarde se hacía vieja, pues el Sol se despedía del cielo con ligereza, dejando algunos haces para encender la imaginación propia del poeta nocturno.

Poco a poco, y luego rápidamente, noté que el autobús se alejaba de la ciudad, dejando atrás los grandes hoteles y edificios. Ahora estaba sobre un recorrido plagado de montes, lomas, árboles y pequeñas casas destartaladas.

Pero no me inquietó en absoluto, pues yo podía ver a la chica ensoñadora todavía junto a la ventana.

Más tarde, el autobús iba quedando vacío, hasta que después de unos minutos, solo quedábamos ella y yo. Parecían ser las últimas paradas que hacía el camión, y no sabía qué iba a ocurrir.

Pronto, llegamos al paraje más desolado: un campo dorado, sin árboles, sin casas alrededor, y en medio de la nada. ¿Qué haría yo, entonces?

Estaba perdido, no había duda. Si bajaba con la chica, podría hablar con ella, y, de paso, preguntarle cómo regresar a la ciudad. Pero, sería una total locura, pues entonces, ella se vería ofendida por mí, un bichejo, tratando de seguirla; y, además, tendría que inventar algo para decirle por qué me había bajado hasta ese sitio desierto, si bien, eso no sería tan difícil.

Abandonados todos estos planes mentales tras ver a la chica levantarse de su asiento y dirigirse a tocar el timbre para alertar, bajé mi rostro sonrojado; y después, fui tras ella.

Luego de irse el autobús, pude verla a ella caminar rápidamente hacia adelante, ladeando el vasto campo extendido.

Me detuve allí, parado inmóvil, pensando en que debía hacer. Sí, posiblemente le podía hablar, y preguntarle, y decirle que estaba perdido, porque, después de todo, era un forastero en esta ciudad.

Caminé con paso muy poco acelerado, y cabizbajo, hacia ella, siguiéndola. El paraje estaba sorprendentemente deshabitado. Solo éramos ella y yo, por lo que traté de avanzar con discreción.

Por un segundo me pregunté qué estaba haciendo, cómo era capaz, y qué haría después, pero no me importó.

Las últimas luces del astro iluminaban el campo, que ahora retorcía con suavidad sus pastos ante el viento ensordecedor de una noche fría.

Pasmado, pude ver la manera en que, la joven, a lo lejos, daba vuelta a la derecha y se introducía en aquel campo abierto. No podría creerlo, y corrí en consecuencia para no perderla.

Pero lo hice solamente por unos segundos, porque creí que la situación había dado un giro, y que ella huía de mí. Así que volví a caminar despacio, hasta llegar al punto en que ella se había desviado: una vereda, abierta entre los matorrales secos, que se abría paso hacia más allá.

Y sí, vi a la joven, caminando con dulzura hasta el horizonte. Me pareció muy intrigante, porque comprobé que no huía, sino que caminaba con soltura acariciando los pastos, y su cabello continuaba sinuoso al vaivén de la brisa del ocaso.

Caminé hacia ella, siguiendo el camino abierto y preguntándome a dónde iba. Tras algunos minutos, pude observar un árbol solitario y bajo, de ramas inclinadas y gruesas, colocado a un lado de la vereda. Allí fue donde perdí de vista a la dama, porque el árbol me la quitó de la vista algunos segundos.

Avancé rápido, atravesé el árbol, y no pude ver más a la chica.

Solamente me encargué de ir detrás de aquella senda retirada, con los cantos de las cigarras a varios metros más. Pero mi pasmo se encendió cuando me encontré con que la vereda terminaba en un punto, en un rincón sin salida, y donde los pastos se hacían tan altos, que era imposible ver más.

Ninguna vertiente se abría paso, simplemente el camino terminaba allí. La joven, literalmente, había desaparecido.

Me quedé allí durante algunos minutos, con las últimas luces celestes sobre mi rostro, hasta que la noche llegó con la luna, y me acarició con su manto de estrella y vientos neblinosos.


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