El pulmón de Barry

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(cuento perdido, escrito el 16 de diciembre de 2019, e inspirado en la canción del mismo nombre, por Major Organ and The Adding Machine)

Mis ojos pequeños se hunden en las órbitas más espantosas y derruidas, como si hubieran sido puestos sobre dos anillos cenizos, huesudos y petrificados por las noches en desvelo.

Antes eran grandes, pero ahora han permanecen secos y sin lágrimas. Han sido amedrentados por algo.

Continuo mirando mi rostro al espejo. Allí, la piel debajo de esos ojos, se derrite tal cual horrendos y derretidos cueros, hasta abajo, hasta llegar casi al mentón; cubriendo mi boca por completo. No puedo ver mi boca. Aunque esta piel colgante tiene un aspecto liso, el único aspecto positivo todavía salvable; ha quedado deformada en esa situación.

Y entonces noto lo más horroroso: conforme pasan los minutos, esa piel como colgajos se va extendiendo, más y más, deshaciéndose; hasta casi dejar al descubierto mis cuencas oculares, y dejar expuestos mis blancos globos.

Pero mis ojos siguen siendo pequeños. No puedo enfocar la vista sobre mi reflejo. Eso aterraría a cualquiera. Mi propio aspecto me ha aterrado a mí.

Entonces oigo tocar la puerta de mi habitación por segunda vez. Debo alistarme y salir allá abajo.

Me armo de valor y me tomo unos segundos más para pensar en como escapar. La luz está todavía apagada.

Mi cabello está todo descuidado, y está conformado por solo algunos mechones secos, pegajosos, y que cubren únicamente la parte apical de mi cabeza. Toda ella luce desproporcionada por la piel que cuelga y por mis orejas, que han desaparecido; para dejar hondos orificios auditivos con los que escucho las risas de la cocina.

No puedo saber como es que mi delgado cuello, escamoso y gris, puede soportar todo ese peso encima. Mi cuerpo es el mismo; mi espalda jorobada, y mi complexión, son endebles. Pero mi pulmón está afuera.

Algunos de mis órganos yacen expuestos por medio de una pequeña cavidad abierta en el costado de mi pecho. Por allí, mi pulmón, primero, rojo brillante, escapa, dando paso después a otras bolsas que no parecen humanas.

Dos o tres sacos amarillentos, marrones, pesados y globosos, cargados de agua, salen de mi cuerpo y, no sé cómo, se detienen en el aire, como si fueran extremidades... menos mi pulmón, que se arrastra lastimero sobre el piso; rojo brillante, dejando rastros de un líquido igualmente refulgente, y que debo cargar con mis manos si no quiero irme de bruces. Todos están conectados por medio de un hilo membranoso y sangriento, que sale como un cordón de ese sucio agujero en mis costillas.

Han pasado casi diez minutos. Mi madre, o mi hermana, tocan la puerta con insistencia por tercera ocasión. No saben que no voy a bajar. Pero mi voz lacrimosa y baja, advirtiendo que ahí voy, logra darme otros diez minutos de ventaja.

Oigo que baja por las escaleras, y que ellos continúan celebrando y riendo felices.

Permanezco aún inmóvil sobre la cómoda del cuarto, viéndome, pensando en cualquier manera en que podría mejorar mi aspecto.

Acaricio ese hórrido reflejo, porque, al fin y al cabo, todavía permanece algo de estima en él; porque ese no puedo ser yo. Pero es irremediable.

Al final, decido encender la luz. Una luz pálida, blanca, azotadora, hipnotizante, realza aquellas sombras ocultas que logran hacerme ver todavía más monstruoso.

Decido acostarme sobre mi cama, con mucha dificultad, para dejar mi mente en blanco y mirar hacia la luz en blanco.

Mis brazos están ahora extendidos en medio del lecho helado. Tengo frío, y por unos segundos, pienso en esconderme bajo un gran abrigo. Pero no funcionaría. Mi rostro me delataría, sin duda alguna.

Quiero llorar, pero no puedo.

Me levanto al cabo de cinco minutos. Mi tiempo está contado. Se agota.

Vuelvo a enfrentarme a mi reflejo en el espejo, y me doy cuenta de que soy realmente un monstruo. No soy digno de volver a ver la luz de cualquier tipo, pero lo voy a hacer.

Toda mi familia me espera, allá abajo, junto con algunos extraños.

Todos están reunidos a la mesa. Es la cena de Navidad y han venido todos, de todas partes. Desconociendo a algunos, temiéndoles a otros; armonizando con otros más desde que era un niño. Es una ocasión especial.

Ahora, por fin, algunas lágrimas fluyen; pero son pequeñas gotas, todavía cristalinas. Es lo único cristalino en mi alma, porque gruesos mocos son exudados de mi nariz obstruida por la piel que cuelga, ahora que sollozo. Y mi pulmón, mi pulmón, se hincha y se deshincha, al ritmo de mis tristes pulsos jadeantes.

Un hediondo olor baja de las escaleras. La puerta de mi habitación se abre a oscuras, y lentamente doy los primeros pasos afuera. He estado encerrado en esta oscura alcoba, y no he salido en mucho tiempo; pero nadie lo ha notado hasta entonces.

Todos parecen recordarme, pero solo mi nombre. Han escuchado como abro sigilosamente la puerta... todavía no voltean a verme.

Aún no sé si voy a estar allá... hago un último esfuerzo por darme la vuelta, pero ya no puedo hacer nada. Abandono mi apestoso escondite para saludar a los invitados.

Escucho como ríen, y bromean entre ellos, pasando los primeros bocadillos entre sus manos. Añoro tanto esa diversión, y empiezo a suspirar nuevamente, en silencio.

Lo horrendo es que ahora los colgajos de piel se han extendido en sobremanera, exponiendo de forma teratológica mis ojos derretidos, ahora con espantosas pupilas negras y gigantes. Y mi pulmón, junto con todas las vísceras expuestas... mi pulmón, lo cargo con una de mis manos, como si fuera una especie de hermano gemelo sobrecrecido que merece mi cuidado. A decir verdad, es lo único brillante en mi cuerpo.

Todavía lloro mientras bajo las escaleras pesadamente. No sé que va pasar. Ya no me importa. El momento esperado ha llegado, y al fin, todos me ven.

Uno de ellos, una mujer, grita, porque ahora soy un monstruo extraño ajeno a ellos; y deja caer todos los platos de porcelana con comida al piso. Otras mujeres gritan al unísono del pavor al verme, y también arrojan a un lado la mesa junto con todos esos utensilios y cubiertos.

Todos escapan y salen corriendo. Ahora ya no hay nadie. He arruinado la ocasión.

Me pregunto qué pensarán de mí, y qué le hice al verdadero yo; con qué ojos me mirarán, o me habrían visto; después de que mi sombra oscura se empotrara hacia el filo de las felices luces de una tranquila cena familiar navideña. Sabía que no debía haber salido.


Alucinaciones, pesadillas y otras historiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora