El lago surreal y de cristal

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(fragmento mejorado, tomado de un cuento escrito en diciembre de 2016 - enero de 2017)

La sucesión de voces y música había terminado. Arthur Howard ya no distinguió ningún personaje negro y alto a lo lejos; lo había perdido. Ahora caminaba en el lago de cristal y surreal.

Sin dirección, sin sentido, sudoroso y cansado, con dolor de estómago. Ya no veía más esas masas espinosas arrastrándose por centenas debajo del hielo... no. Ahora estaba tranquilo.

Un lago de cristal y fantasmal.

Sin vida, ancho y espacioso, sin vegetación ni cielo verdadero; solo cristal diáfano y sin color por doquier. A donde alzara la vista, debajo y arriba, todo era blanco como la sal.

Caminó así mucho tiempo, sin amenazas, pero resultó ser desesperante que al lago de cristal y espectral no se le viera final. Temió que su imaginación lo hubiera llevado a un punto blanco, sin final ni principio, que se quedara allí soñando por la eternidad; sin nada más que un blanco y mediterráneo mar de sal fría para contemplar.

Parecía casi una superficie lunar sin fondo. Quién sabe cuántos metros de oscuridad y repugnancia se escondieran por debajo del piso traslúcido y claro.

Pronto, comenzó a tomar el asunto con cierto pánico, pues no parecía hallar el fin de aquella lejanía azul como polvo. Caminó con espanto, a través del lago surreal y abisal, surreal y adimensional, surreal y de cristal.

Para su tranquilidad, descubrió una roca, una pila de sal uniforme y rocosa, medrosa, cerniéndose a solo unos centímetros del suelo.

Pero las rocas altas y puntiagudas empezaron a aparecer por decenas. Las hebras de sal límpidas y cristalinas que conformaban el lago de sal, ya no estaban. Era otro paisaje. Un terreno calizo y mucho más blanco, pizarroso. No arena, no cristal.

Solo era tierra blanca y vil, rasposa al tacto; un paraje yermo cubierto de extrañas estatuas casi piramidales, formando colonias y peñascos, algo lustrosas, que Howard podía haber jurado vivientes. Se trataba de grandes cristales calcáreos sódicos.

Luego notó insólitas formaciones que él atribuyó humanas, como tubos enredados con función desconocida, sobre el suelo alcalino. Acababa de llegar a un lugar aún más hostil y triste, grisáceo, lavanda y blanco. La soledad que se respiraba era horrible.

Enaltecida sobre el suelo uniforme desértico, se hallaba una construcción en forma de cubo, o más bien, un extraño poliedro, de cinco metros de altura, y de la misma anchura y largo; formada por sucesiones de tubos delgados y enmarañados como en un laberinto; y a Arthur le daba terror el tan solo imaginarse atrapado dentro.

Arthur estaba viendo ahora más allá de su sueño. Sintió, verdaderamente, que estaba atrapado en su pesadilla, pero, he ahí el problema, que el pobre no podía despertar.

Aún hiciese un esfuerzo sobrepujante, intuía que la cosa no terminaba allí; sabía que tenía que sufrir espantos innominables antes de despertar y terminar con todas estas alucinaciones febriles. ¿Qué terribles recuerdos ignotos, y qué horrorosos vestigios en su mente, reposaban en ese erial onírico, para hacerle tener esos sueños tan monstruosos y surreales?

Jamás en su vida había tenido pesadillas tan vívidas y llenas de expresiones viscosas y hórridas como esta. Arthur se dio cuenta de que soñaba, pero tan pronto como eso pasó, se trasladó a un sueño todavía más profundo, que, posteriormente, lo llevaría a una última convulsión violenta y terrorífica.

Descansaba, sí, sobre su lecho, pero descansaba sumamente incómodo. Empezó a divagar absurdamente en la formación metálica y reflectora de tubos estrechos.

Tocó y sintió los conductos de la escultura; y era tan fría y seca al contacto, que le transmitió un vivo sentimiento gélido que le hizo estremecerse. Trató de mirar al centro, pero entre tanto enredo, sus ojos no lograron obtener nada certero.

Pronto empezó a temer mórbido sobre el tipo de formación; quién lo había fabricado, y comenzó a sentirse observado y seguido. El sentimiento de persecución innominable característico de las pesadillas lo volvió a asaltar. Pero esta vez no se trataba de un vil monstruo, no; sino de algo enorme y omnipresente, inefable, pues. El terror absoluto.

Así que Arthur empezó a correr entre las dunas del desierto blanco y cubierto de gusanos. Su reacción fue esta, una de las respuestas más primitivas del ser humano ante el miedo.

Corrió hasta el cansancio, hasta que sus piernas le dolieron en sueños.

Correr hacia la nada. Correr y correr bajo ese cielo eterno, límpido, cetrino y humeante; aunque todo aquel cuadro maldito se repitiera ante él setecientas veces seguidas.


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