prolongo

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—¡Ken, ven para acá!— gritaba desesperadamente una mujer de cabello negro, mientras corría tras su hijo mayor, quien sostenía algo con firmeza entre sus brazos pequeños y no parecía dispuesto a devolverlo.

—¡No! ¡Es mío! ¡Yo la encontré!— replicaba Ken con el mismo tono decidido de su madre. Sus ojos oscuros brillaban con una determinación poco común para un niño de cuatro años. Lo que llevaba entre sus brazos era lo más preciado que había encontrado, un ser inocente que necesitaba proteger. No importaba lo que su madre dijera, no la iba a entregar.

En sus cortos brazos, sostenía a su hermanita, una bebé de apenas tres meses de vida, que parecía ajena a la discusión. La pequeña Yuyu reía despreocupadamente, encantada con la disputa entre su hermano mayor y su madre. Su risa ligera resonaba en la sala, haciendo que incluso Mitsuya, el segundo de los hermanos, que observaba todo desde un rincón, esbozara una pequeña sonrisa. Aunque no lo decía en voz alta, él también quería tener a su hermana en brazos, pero prefería mantenerse al margen, como siempre hacía.

—Ken, por favor, dame a Yuyu. Podrías hacerla caer— suplicaba la madre, con una mezcla de firmeza y preocupación, mientras intentaba acercarse a su hijo mayor. Ken, sin embargo, se negaba rotundamente, aferrándose con fuerza a su hermana. Cada intento de la madre por recuperar a la bebé parecía inútil, hasta que el llanto repentino de Yuyu distrajo a ambos. Fue en ese momento de descuido cuando Ken aprovechó para arrebatar a su hermana nuevamente.

—¡Ken! ¡Dame a Yuyu ahora mismo!— exclamó la mujer, su voz llena de tensión, mientras Mitsuya soltaba un pequeño ruido, lo suficientemente fuerte como para que Ken se distrajera. Aprovechando ese instante, su madre actuó rápidamente, logrando arrebatarle a la pequeña de sus brazos con un suspiro de alivio. Finalmente, la bebé estaba a salvo.

—¡Hanagaki Takemichi! ¡Devuélveme a Yuyu!— gritó Ken, indignado, refiriéndose a su madre por su nombre, algo que sabía no debía hacer.

Antes de que pudiera terminar la frase, un golpe ligero en la cabeza lo hizo callar.

—Más respeto, Ken. Soy tu madre— lo regañó mientras lo tomaba de la oreja con suavidad, pero con suficiente firmeza para hacerle saber que no estaba jugando.

Una vez que lo soltó, volvió a concentrarse en la pequeña Yuyu, que seguía moviéndose inquieta en sus brazos. Pero no había pasado ni un minuto cuando escuchó un gruñido bajo y grave detrás de ella.

—¿En serio, Ken?— suspiró al darse la vuelta, encontrando a su hijo mayor transformado en un pequeño cachorro de lobo. Su pelaje era de un tono dorado con el pecho negro, los ojos brillaban con el mismo fervor de antes. Sin embargo, aunque para cualquier otra madre esta escena sería alarmante, para ella era completamente normal.

—Ken, cálmate. Solo le voy a dar su comida. Luego podrás tenerla de nuevo— le aseguró con una sonrisa cansada.

Ante estas palabras, el cachorro de lobo se transformó nuevamente en el niño de cuatro años, sus ojos oscuros ahora llenos de una luz de esperanza. Miraba a su madre con devoción, esperando ansiosamente el momento en que podría volver a sostener a su hermana.

Para entender lo que acababa de suceder, es necesario retroceder varios años en el tiempo, a una historia que comenzó mucho antes de que Ken, Mitsuya, o la pequeña Yuyu nacieran. Es la historia de una joven llamada Hanagaki Takemichi, mi madre, y de cómo conoció al hombre que cambiaría su vida para siempre: mi padre, un hombre lobo.

Todo empezó seis años atrás, en un caluroso día de verano. Mi madre era una estudiante aplicada, siempre responsable y con una pasión insaciable por el conocimiento. Pero, a pesar de su determinación, también era una joven sensible, capaz de llorar con facilidad, aunque nunca se rendía ante los obstáculos.

Ese día, durante una clase en la universidad, fue cuando lo vio por primera vez. Mi padre, Manjiro Sano, o Mikey, como él prefería que lo llamaran, era diferente a los demás. Vestía una camiseta de cuello alto y tomaba notas en su cuaderno sin necesidad de libros. Mientras los demás estudiantes se esforzaban por seguir la lección, él parecía estar en otro mundo, completamente ajeno a todo lo que lo rodeaba.

Cuando la clase terminó, todos los estudiantes entregaron sus hojas de asistencia, menos él. Mi madre, curiosa, lo vio salir por la puerta trasera del aula sin más. Decidida, corrió tras él y, en su apresurado intento de alcanzarlo, chocó torpemente con él en el pasillo. Ambos cayeron al suelo. Mi padre, sin decir una palabra, le extendió la mano para ayudarla a levantarse, y una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro.

—No entregaste la hoja de asistencia— mencionó mi madre, sin poder evitar sonrojarse ligeramente.

Mikey soltó una ligera risa antes de responder.

—No estudio aquí. Solo me gusta venir a escuchar las clases... Si te molesta, no regresaré.

—¡No! No me molesta— se apresuró a decir mi madre, nerviosa. —De hecho... Si quieres, podemos compartir libros. Así podrías entender mejor la clase.

Mikey aceptó la oferta con una sonrisa encantadora.

—Me llamo Manjiro Sano, pero puedes decirme Mikey— dijo con calma.

Así fue como comenzó todo. Lo que empezó como una extraña coincidencia, terminó forjando un vínculo profundo entre ellos. Con el tiempo, aquel vínculo se convirtió en amor, y de ese amor nacimos nosotros, sus tres hijos. Sin embargo, ninguno de los dos imaginaba lo que el destino les tenía preparado.

Esta es la historia de mis padres, de cómo se encontraron y de cómo, juntos, enfrentaron desafíos que iban más allá de lo imaginable.

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