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Una semana después de la charla que tuve con mis hijos, me reuní con un vendedor de bienes raíces para buscar una casa para nosotros.

Viajábamos en una camioneta blanca por las hermosas carreteras rurales. Yo iba en el asiento del copiloto, mientras mis hijos dormían en la parte trasera. No quería despertarlos, ya que el trayecto de la ciudad al campo más alejado era bastante largo.

—La mayoría de las casas por aquí están abandonadas. Mucha gente desea vivir en el campo, pero no se quedan mucho tiempo —explicaba el vendedor, mientras conducía—. Como puede ver, no hay mucho cerca. La primaria está a treinta minutos y llegar a la secundaria le tomará dos horas y media, tanto en autobús como en auto. En total, el viaje de ida y vuelta sería de unas cinco horas.

Miré por la ventana, observando los vastos paisajes verdes que se extendían más allá de lo que alcanzaba la vista. Los árboles se mecían suavemente con el viento, y el canto de los pájaros resonaba en el aire. Todo parecía tan tranquilo.

—La verdad es que yo le recomendaría quedarse en la ciudad, señora. Este lugar es hermoso, sí, pero... ¡Ah! Disculpe... —dijo el vendedor, interrumpido por los baches en el camino, mientras ajustaba el volante para evitar uno particularmente grande.

—Esa es otra cosa —continuó—. Necesitaría un buen vehículo para moverse por aquí. No es fácil conseguir reparaciones en estos tiempos. Criar a sus hijos en la ciudad sería mucho más sencillo, créame.

—Es hermoso —murmuré, casi sin darme cuenta, fascinada por el paisaje y los animales que corrían libres. Mi pensamiento fue interrumpido por una vocecita desde el asiento trasero.

—¡Mamá, mira! ¡Un ciervo! —Ken se había despertado, emocionado al ver al animal saltar por el campo, señalándolo con su pequeño dedo.

—Ken, shh, tus hermanos aún están durmiendo —le advertí suavemente. Me giré para comprobarlo, solo para darme cuenta de que los tres ya estaban despiertos, igual de impresionados por la naturaleza que los rodeaba.

—Vaya, parece que tiene usted unos hijos encantadores —comentó el vendedor—. Dos varones y una preciosa niña. —Sonreí y le agradecí por el cumplido.

—Bien, hemos llegado —anunció mientras estacionaba frente a una gran casa tradicional, aunque claramente abandonada.

—¡Guau, es enorme! —exclamó emocionado Ken, el mayor de mis tres hijos.

—¡Ven, Mitsuya, vamos a explorar! —gritó arrastrando a su hermano menor, mientras Yuyu prefería quedarse a mi lado, aferrada a mi mano.

—Quizás no pagará renta, pero los costos de reparación serán considerables —me advirtió el vendedor, mientras comenzaba a darnos un tour por la casa—. No se moleste en quitarse los zapatos, está prácticamente en ruinas.

Al menos, había electricidad y el agua corría con normalidad. El vendedor abrió el grifo del lavabo para mostrarme cómo salía agua limpia.

—Si lo desea, puede usar todas las herramientas que hay en el cobertizo —ofreció, señalando un pequeño almacén detrás de la casa.

—¿Es un sembradío? —pregunté al ver un pequeño terreno detrás de la casa.

—No se lo recomendaría —respondió—. Los animales de la montaña suelen arruinar cualquier cosecha. Es mejor no perder el tiempo cultivando, los animales devorarán todo.

—¿Y qué me dice de los vecinos? —quise saber más, quería asegurarme de que este lugar sería seguro para mis hijos.

—Los vecinos más cercanos están a varios kilómetros. La casa más próxima está a una hora caminando —dijo, señalando una pequeña casa en la distancia.

—Si lo prefiere, podemos ir a ver otra casa más cerca del pueblo —ofreció, pero antes de que pudiera continuar, lo interrumpí.

—Quiero esta —dije, con una sonrisa cálida en los labios.

—¿Perdón? —El vendedor parecía sorprendido.

—Este lugar me agrada —repetí, segura de mi decisión.

Tras llenar todos los papeles correspondientes al contrato de la venta, reuní a mis hijos para hablar sobre nuestra nueva casa.

—Y bien, ¿qué opinan de este lugar? —pregunté.

—¡Es genial! Hay mucho espacio para correr y saltar —respondió Ken, emocionado.

—¿Y tú, Mitsuya? —pregunté, ya que no había dicho nada desde que llegamos. Él se escondía tímidamente detrás de una pared de la vieja casa, solo asomando la cabeza.

—Quiero volver a casa —susurró.

Suspiré. Sabía lo especial que era Mitsuya y cómo no le gustaban los espacios abiertos, sin importar si había gente o no.

—Lo siento, cariño, pero a partir de ahora, esta será nuestra casa —le expliqué con tranquilidad, intentando que lo entendiera. Mitsuya solo asintió con la cabeza, antes de ir a sentarse junto a su hermana menor, quien parecía más interesada en observar lo que pasaba a su alrededor que en la conversación.

—Bien, ¿qué tal si tú y Kenny van a explorar un poco más? —les sugerí, tratando de distraerlos mientras pensaba en todos los arreglos que tendría que hacer en la casa.

—Mamá, ya te dije que me llamo Draken, no Kenny —me corrigió Ken con su típica seriedad.

—Pero siempre serás mi Kenny —respondí mientras lo agarraba cariñosamente para darle muchos besos. Él intentó liberarse, pero no pudo evitar reír.

Una vez que logró separarse de mí, se transformó en un pequeño lobo y corrió lejos antes de que pudiera atraparlo de nuevo. Yuyu, al ver esto, también se transformó en una lobita más pequeña, y ambos comenzaron a jugar.

—¿Y tú, Mitsuya? ¿No vas a jugar con tus hermanos? —le pregunté mientras le acariciaba el cabello. A pesar de que le encantaba jugar con ellos, algo en este lugar no le gustaba.

—Me puedo quedar contigo —pidió, agarrando mi camiseta.

—Claro, ven, ayúdame con algo —le respondí.

Después de un rato, observé mi trabajo con satisfacción. Había logrado arreglar algunas habitaciones. Aún quedaban dos sin reparar, pero ya era un buen comienzo.

—Mañana por la tarde llegará el camión de mudanza con nuestras cosas —mencioné, mirando a Mitsuya, quien estaba a mi lado.

—Mamá, ¿dónde está papá? —preguntó de repente.

Esa pregunta. Esa maldita pregunta que siempre temía. Me quedé en silencio, enfrentando su mirada llena de curiosidad y confusión. Pero no tenía una respuesta.

—¿Por qué se fue? ¿Por qué Yuyu nació después de que él se fuera? —insistió—. Extraño a papá. Le pregunté a Ken, y él tampoco sabe nada. ¿Por qué no sabemos nada de él?

¿Qué podía decirle? ¿Cómo explicar un tema tan complicado a un niño de cinco años?

—Yo... no lo sé —admití con sinceridad, sintiéndome impotente.

—Mamá —comenzó a decir, y me preparé para más preguntas, pero en lugar de eso, cambió de tema—. ¿Podemos hacer curry y dorayaki? Tengo hambre.

Su repentino cambio me tomó por sorpresa, pero lo agradecí. Al menos, no tendría que dar más explicaciones por ahora.

—Claro, vamos a ver qué están haciendo tus hermanos —dije, tomando su mano mientras caminábamos hacia el patio para ver a los dos pequeños que completaban nuestra familia.

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