Flores podridas

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Un fuerte olor a flores podridas inunda las fosas nasales de Regina. El olor le recuerda al fracasado intento de Blancanieves de cruzar flores de distintos colores para poder crear algo característico que sólo se encontrase en el Reino de Leopold.

El día que la cría llegó al palacio con su inmaculado vestido lleno de barro, las manos y brazos sucios hasta los codos, la cara ennegrecida y el pelo hecho un desastre, Regina tuvo que soportar una interminable bronca de dos horas por parte de su esposo, que la reprendía por no ser una buena madrastra, por ser tan salvaje como su hija, por ser una esposa deplorable, y un largo etcétera de cosas que Regina sabía que eran mentira, pero que le servían al hombre para desfogarse del horror que le provocó ver a su "angelito" hecho un desastre, paseándose por ahí como si fuera una pordiosera y no una futura reina regente.

Obviamente Blanca nunca se llegó a enterar de eso. Cuando la niña fue a contarle a su padre lo buena jardinera que era su niña, el rey se mostró muy complacido con el nuevo hobby de su hijita, y fueron a ver las flores recién plantadas antes de enviarla a sus aposentos para darse un buen baño.

Cuando Blanca entró en la sala de audiencias, Leopold estaba terminando su hora de audiencia con el pueblo llano.

Dedicaba dos horas en días diferentes a la semana, para atender personalmente los temas que preocupaban a sus súbditos. Se sentaba en su trono, y daba paso a las personas una por una. Las hacía sentarse en una cómoda silla frente a él, aparentemente para crear un ambiente cercano, realmente porque le gustaba la sensación de poder que le daba sentir como su trono se erguía grandioso e imponente en el pedestal bajo en el que un pueblerino sentado en una pequeña silla se veía obligado a levantar la cabeza como si estuviese hablando con el cielo, para dirigirse a su rey.

Al principio, Regina aprovechaba esa hora mágica para moverse a sus anchas por el castillo y tener un poco de tiempo para sí misma, pero un día el rey la mandó llamar en mitad de una audiencia y, desde entonces, siempre la obligaba a estar junto a él mientras atendía a sus súbditos. De vez en cuando le permitía sentarse en su trono, pero la mayoría de las veces debía permanecer de pie junto a Leopoldo, siempre disponible para que su esposo le cogiese de la mano, le diera un cariñoso beso que dejaba un regusto rancio y horrible en los labios de la reina, o para ayudar a terminar de crear esa atmósfera de rey benevolente, cercano y perfecto que tan embelesados tenía a todos.

Mientras su esposo la exhibía como un trofeo, Regina se desconectaba del mundo y se ponía a pensar en cosas que realmente estimulaban su mente, como la jardinería, los juegos de estrategia, la esgrima, la hípica, o la poesía. Incluso llegó a componer un pequeño poema en su mente para distraerse del terrible dolor de pies que tenía, un día que una de las audiciones se alargó mucho y estuvieron por lo menos un par de horas hasta que todo se solucionó.

Aquel día Regina estaba pensando en las deliciosas manzanas que iba a recoger aquella tarde de su predilecto manzano, una vez que su esposo le diera permiso para salir un ratito al jardín (bajo vigilancia como siempre) antes de la hora de la cena, cuando Blanca entró correteando en la sala de audiencias, embarronada y con un puñado de semillas de flores en la mano.

La primera reacción de Leopold fue de horror, parecía que por primera vez en su vida iba a montar en cólera frente a su niñita, pero con una gran capacidad de autocontrol, logró arreglárselas para recomponerse antes de que Blanca llegase hasta donde estaban ellos.

La obligaron a ver el estropicio que había hecho la niña y poner buena cara mientras padre e hija compartían un tierno momento que en el fondo le recordaba a ella y a su padre cuando tenía la edad de Blanca. La diferencia es que las reacciones de Henry eran verdaderas y la relación padre-hija era la más cariñosa y auténtica que había visto Regina en su vida.

El Ascenso de la ReinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora