EPILOGO: Un futuro brillante

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El aire fresco de las montañas llenaba la pequeña casa que Enzo y Julián habían construido con tanto esfuerzo. Los árboles se mecían suavemente con la brisa, y el sonido del río cercano daba un ritmo natural a sus días. Habían pasado ya tres años desde el nacimiento de Olivia, y la vida en su refugio había sido todo lo que habían soñado.

Julián estaba sentado en el porche, con Olivia acurrucada en su regazo, mientras Enzo trabajaba en el jardín. La niña, ahora de tres años, tenía el cabello oscuro y los ojos brillantes, una mezcla perfecta de sus padres. Siempre curiosa, Olivia miraba cómo su papá trabajaba con las plantas y a veces corría a ayudarle, aunque terminaba más sucia que productiva.

—¿Papá, hoy podemos jugar a la pelota? —preguntó Olivia con su dulce voz.

Julián sonrió, acariciando la cabeza de su hija. —Después, mi amor. Hoy estamos esperando a alguien muy especial —respondió, su voz suave pero cargada de emoción.

Olivia, con su curiosidad infantil, inclinó la cabeza. —¿Alguien especial?

—Sí, alguien que se va a quedar con nosotros para siempre —dijo Julián, mirando hacia la puerta con una sonrisa llena de expectativa.

No pasó mucho tiempo antes de que Enzo se acercara, limpiándose las manos con un trapo. —¿Cómo están mis dos amores? —preguntó con una sonrisa.

Julián se puso de pie con cuidado, y en ese momento, Enzo lo miró con ternura. Julián estaba en su último mes de embarazo de su segundo hijo, y aunque el peso de la barriga se hacía evidente, la felicidad en su rostro lo opacaba todo. Era un momento que ambos habían esperado con ansias.

—Estamos bien —respondió Julián, con una sonrisa de oreja a oreja—. Solo esperando a que Benjamín decida que ya es hora de salir.

Enzo rió suavemente, acercándose a su Omega para acariciar su vientre redondeado. —Este chico parece tan testarudo como su hermana. Pero ya falta poco, lo sé.

Olivia se levantó y puso su pequeña mano sobre la barriga de Julián. —¿Benjamín va a jugar conmigo? —preguntó con esa inocencia que siempre hacía sonreír a sus padres.

—Claro que sí, mi amor —dijo Julián, inclinándose un poco para besar la frente de su hija—. Aunque primero va a necesitar un poco de tiempo para crecer, igual que vos cuando naciste.

Las semanas pasaron y, finalmente, el día llegó. En medio de la tranquila noche, Julián sintió las primeras contracciones, y sin perder tiempo, Enzo se encargó de todo. Había hecho esto antes, pero la emoción era la misma que la primera vez.

Después de unas horas de esfuerzo, llantos y risas entre lágrimas, Benjamín llegó al mundo. Enzo lo sostuvo entre sus brazos, igual que había hecho con Olivia, y lo entregó a Julián, que miraba a su hijo con los ojos llenos de amor.

—Hola, mi pequeño —susurró Julián mientras acariciaba el suave cabello oscuro de Benjamín—. Sos perfecto.

Enzo, con los ojos llenos de lágrimas, besó a su Omega en la frente. —Lo hiciste increíble, amor. Sos increíble.

Benjamín, pequeño pero fuerte, se acomodó entre los brazos de su padre, mientras Olivia, todavía medio dormida, entraba en la habitación y se acercaba con cuidado.

—¿Es mi hermanito? —preguntó con curiosidad.

—Sí, mi amor. Veni a conocerlo —respondió Julián con una sonrisa, acercando al bebé para que Olivia lo viera mejor.

La niña lo miró con asombro, antes de sonreír ampliamente. —Es chiquito. Pero yo lo voy a cuidar.

Enzo y Julián intercambiaron una mirada llena de orgullo. Su familia estaba completa. Habían pasado por tantas dificultades, habían dejado atrás su vida en la manada, pero todo había valido la pena. Ahora, en su refugio, con Olivia y Benjamín, tenían la vida que siempre habían soñado.

A lo largo de los meses que siguieron, Benjamín creció rodeado de amor y protección. Olivia siempre estaba a su lado, y aunque la vida en las montañas era simple, era perfecta para ellos. Enzo y Julián compartían cada momento, criando a sus hijos con el mismo amor y dedicación que se tenían el uno al otro.

Una tarde, mientras el sol se ponía en el horizonte, Enzo y Julián se sentaron en el porche, viendo a Olivia correr por el jardín, y a Benjamín dormido en los brazos de su Omega. La paz que sentían era indescriptible.

—¿Te acordás cuando todo esto parecía un sueño imposible? —preguntó Enzo, mirando a Julián con una sonrisa suave.

—Sí... pero ahora es nuestra realidad —respondió Julián, apoyando su cabeza en el hombro de Enzo—. Y no cambiaría nada.

—Yo tampoco —murmuró Enzo, besando el cabello de Julián.

Así, rodeados por la tranquilidad de las montañas y con su familia completa a su lado, Enzo y Julián supieron que, sin importar lo que el futuro trajera, siempre estarían juntos. Habían encontrado su hogar, no en un lugar, sino en los brazos del otro y en los corazones de sus hijos.

Y eso era todo lo que necesitaban.

Entre el instinto y el amor AUDonde viven las historias. Descúbrelo ahora