Capítulo 3

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Capítulo 3

WIN

El sonido del teléfono vibrando sobre la mesa de madera me sacó de mi ensimismamiento. Lo miré de reojo y lo ignoré. Seguramente era uno de mis amigos, pero no estaba de humor para hablar. A veces, el silencio es más cómodo, más fácil de llevar que las conversaciones forzadas sobre temas que ya no me importan.

El café estaba tranquilo esta mañana. Era temprano, y la mayoría de la gente del pueblo aún no había salido de sus casas. Me gustaba venir a esta hora, cuando podía disfrutar de la paz y el aroma del café recién hecho sin tener que preocuparme por las miradas curiosas o las conversaciones no deseadas.

Miré por la ventana, observando cómo las primeras luces del día comenzaban a iluminar las calles empedradas del pueblo. Era un lugar pequeño, de esos donde todos se conocen y los chismes corren más rápido que el viento. A veces me preguntaba por qué seguía aquí, por qué no me había ido como lo hizo Dax. Pero luego recordaba que, a pesar de todo, este lugar era mi hogar. Aquí estaba mi familia, mis amigos, mi vida. Aunque últimamente, esa vida se sentía cada vez más como una rutina vacía.

Me encontraba en el café habitual, un lugar apartado del centro del pueblo que, aunque acogedor, nunca estaba demasiado lleno. Justo lo que necesitaba para despejarme. Fuera, el aire de la mañana tenía ese toque de frescura que sólo encuentras en los pueblos pequeños, aunque para mí ya no tenía el mismo encanto de antes. Para muchos, este era un lugar de paz; para mí, se había convertido en una prisión.

El café olía a canela y pan recién horneado. La dueña, una señora mayor llamada Rosa, siempre se aseguraba de que el lugar tuviera ese aroma acogedor. Ella me saludó con una sonrisa cálida cuando entré, como lo hacía cada mañana. A veces me preguntaba si se daba cuenta de lo mucho que había cambiado en los últimos años, de cómo mi sonrisa ya no era tan amplia como antes.

—Buenos días, Win —me dijo mientras me servía mi café habitual—. ¿Todo bien, cariño?

Asentí sin decir mucho. Rosa era de las pocas personas en el pueblo que no insistía en sacarme conversación cuando era obvio que no quería hablar. Quizás por eso este lugar se había convertido en mi refugio.

Me senté en mi mesa de siempre, cerca de la ventana pero lo suficientemente apartada como para no llamar la atención. Desde aquí podía ver la plaza del pueblo, con su fuente central y los bancos de madera donde los ancianos se sentaban a charlar durante horas. Me preguntaba si algún día yo terminaría así, atrapado en este lugar, viendo pasar la vida sin realmente vivirla.

El teléfono volvió a vibrar. Esta vez, por curiosidad, lo tomé para ver quién era. El nombre de Leo apareció en la pantalla. Suspiré, debatiéndome entre contestar o no. Leo era uno de mis mejores amigos, pero últimamente incluso hablar con él se sentía como un esfuerzo.

Antes de que pudiera decidir, la puerta del café se abrió y vi entrar a Leo y Marta. Por un momento pensé en fingir que no los había visto, pero sabía que sería inútil. Este pueblo era demasiado pequeño para esconderse.

—¡Win! —exclamó Leo al verme—. Sabía que te encontraríamos aquí.

Se acercaron a mi mesa y, sin pedir permiso, se sentaron. Leo con su sonrisa de siempre, como si nada en el mundo pudiera preocuparle, y Marta con esa mirada de preocupación que últimamente parecía reservar solo para mí.

El viento que nos separó (BL) [EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora