CAPÍTULO 9

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Nat seguía mirando fijamente el teléfono cuando Max llegó unos minutos más tarde.
Él lo vio nada más entrar y se detuvo al instante. -¿Qué ocurre? -le preguntó con impaciencia, dándose cuenta de que Nat sufría una especie de conmoción.
Nat se llevó la mano a la mejilla. La tenía helada. -Yim acaba de llamar -le dijo-. Quiere que lo llames.
Sin dejar de mirarlo , se preguntó si se desmayaría o se echaría a llorar. Max se
sonrojó y dio un suspiro. Pocas veces había visto Nat con tanta emoción en sus ojos.
Max dejó caer la cartera y suspiró con los dientes apretados.
Luego se acercó a un paralizado Nat, lo apartó de su camino y se dirigió a su estudio.
Entró y cerró la puerta. Nat se quedó mirándolo, haciéndose preguntas acerca de lo que acababa de ocurrir entre ellos, además del holocausto que tenía lugar en su interior.
¿Max reaccionaba así ante la simple mención del nombre de Yim? Nat contuvo un
sollozo, negándose a dejarse llevar por lo que ocurría en su interior.
¡Al saber que Yim acababa de llamar, Max había corrido al teléfono como un poseso!
Estaba con Phayu en el salón cuando Max entró buscándolo. Estaba pálido, y, aunque
de sus rasgos había desaparecido todo rastro de emoción, podía ver huellas de la conmoción que sentía en sus ojos. Sammy corrió hacia él para abrazarlo, como de costumbre, pero sólo recibió una caricia en el pelo. Phai estaba viendo la televisión y Phayu estaba cansado, así que se limitó a dirigir una mirada a su padre Max antes de volver a sumergirse en el cálido abrazo de Nat .
Max miraba fijamente a Nat.
-Lo siento -dijo con voz grave- Le dije que no llamara aquí nunca.
-No importa.
-¡Claro que importa! -exclamó Max violentamente. Los niños se dieron la vuelta para mirarlo. Se pasó la mano por el pelo, tratando de tranquilizarse. -Sammy ... Phai. Quedaos con Phayu un momento mientras yo hablo con papá.
Sin dar lugar a una respuesta, levantó a Phayu y lo dejó sobre la moqueta, entre las
piernas de Phai. Luego dirigió a sus tres sorprendidos hijos una mirada tranquilizadora.
Se dio la vuelta y agarró a Nat de la mano. Al llegar a su estudio, la soltó.
-Le dije que no debía llamar aquí -repitió- ¡Le dije que si era muy urgente, le dijera a la
señora de la limpieza que me llamara en su lugar! ¡Pero que él no llamara nunca!
-Ya te he dicho que no importa.
-¡Pero sí importa! -estalló Max ferozmente- ¡Te ha hecho sufrir, y no quiero que eso
ocurra!
-Entonces, lo que tenías que haber hecho ...
Nat se interrumpió porque no quería insultarlo y, encogiéndose de hombros, se
acercó a su mesa. -¿Cómo es que sigue trabajando para ti? -le preguntó entre dientes- Si decías que todo había terminado.
-No trabaja para mi -dijo Max-. Trabaja para mi bufete de abogados. Hace meses que
le pasé todos mis asuntos a uno de sus compañeros.
Nat no lo creía. Tenía grabada la expresión de su cara cuando le dijo que Yim acababa de llamar. Todavía recordaba cómo lo había apartado para correr a llamarlo.
-Entonces, ¿por qué te ha llamado?
Max suspiró. Nat estaba seguro de que trataba de controlar las emociones que le
había provocado la llamada de Yim.
-Era el único que estaba en la oficina cuando llegó una información muy importante por
fax -le explicó Max-. Lo bastante importante como para que yo lo supiera inmediatamente.
Y no había nadie más en el bufete.
-h -exclamó Nat, que no podía pensar en algo más que decir- Bueno, pues asegúrate
de que no vuelva a llamar -añadió fríamente, para acabar con el asunto.
Pero el incómodo silencio que se hizo a continuación, le decía que aún no había concluido.
-El caso es que -dijo Max con prudencia:- tengo que marcharme. Ha surgido un
problema legal con el negocio de Pattaya y tengo que volver a la oficina para solucionarlo
personalmente.
La compra de Mandee y el negocio de Pattaya, ¿dónde estaba la diferencia?
-Claro que sí. Tú tienes que irte -dijo con tal acidez que fue como una bofetada en la
cara-, y yo tengo que meter a los niños en la cama.
Lo empujó con la intención de abandonar el estudio. Pero Max lo detuvo.
-No -exclamó-. Voy a mi oficina, no a la de Yim.
No voy a verlo. No quiero verlo. Estaré en la otra punta de Bangkok, ¿lo entiendes?
¿Entender? Sí, por supuesto, Nat lo entendía todo.
Le estaba pidiendo que confiara en él. Pero no podía. Tal vez nunca volviera a confiar en
él.
-Tengo que acostar a Phayu-murmuró y le empujó para salir de la habitación.
Aquello ocurrió un viernes. Al lunes siguiente, Max se marchó a Pattaya para atar los
cabos sueltos del contrato antes de las vacaciones de Navidad. Y después de un horrible fin de semana, durante el cual los dos se comportaron con exquisita cortesía, Nat sintió alivio al verlo partir.
Pero hicieron el amor el domingo por la noche. Y, en medio de sus desesperados intentos por conseguir algún nivel de mutua satisfacción, Max rompió una de las estrictas reglas que se habían instituido entre ellos y le habló. Le pidió que le perdonara. Nat le dijo que se callara, para no estropear más las cosas. Max se mordió la lengua, pero, cuando lo penetró, lo hizo con una ansiedad tal que rayaba en el tormento. Al terminar se separó de él y hundió el rostro en la almohada. Nat sintió entonces la desesperada necesidad de consolarlo, pero no pudo, porque habría sido concederle algo demasiado importante.
El problema era que ya no sabía qué era aquello tan importante, porque había empezado a perder la noción de las causas que los separaban.
«Yim», recordó, «Yim».
Pero incluso aquel nombre empezaba a perder el poder de hacerle tanto daño como
antes.
Los días siguientes, Nat se sumergió en los apresurados preparativos de las fiestas
de Navidad. Ignoró las frecuentes molestias de su estómago y se dispuso a limpiar y
reordenar las habitaciones. La noche que volvía Max, consideró seriamente si no sería
mejor meterse en la cama y descansar.
Estaban todos en el salón, tratando de poner en pie el enorme árbol de Navidad que
acababan de traer, cuando se abrió la puerta y entró Max. Una sonrisa suavizó sus duros
rasgos al ver los esfuerzos de su esposo y sus hijos para sostener el árbol.
-Veo que para algunas pequeñas tareas todavía hago falta -dijo en broma, atrayendo la atención de sus hijos.
Los niños abandonaron a Nat y corrieron hacia Max. Él, fingiendo terror, cayó en la
moqueta mientras Phai y Sam se abalanzaban sobre él gritando y riendo. El tercer miembro
del trío gateó como pudo hasta alcanzar los pies de su padre.
Nat observó la escena embobado, mientras las agujas del pino se le clavaban en la palma de las manos.
Fue en aquel preciso instante, al sentir una sensación de dulzura y afecto que jamás
había experimentado, cuando se dio cuenta del valor que tenía su vida.
Amaba a su familia. Amaba el amor de su familia.
Un amor sencillo que extendía sus lazos de unos a otros y que los unía hasta tal punto
que, cuando un eslabón se rompía amenazando con romper la cadena, los demás volvían a unirse para formarla otra vez.
El Max de aquella escena era el viejo Max. No el que estaba tan cansado que no tenía
tiempo de echarse en el suelo para jugar con sus hijos, para disfrutar de ellos.
Phayu estaba sentado sobre él, golpeándole el pecho con los puños.
-Me rindo, me rindo -decía Max, mientras Phai le sujetaba por los brazos para que Sam pudiera hacerle cosquillas sin piedad. Los dos niños sabían que Max no podía hacer
ningún movimiento para salvarse mientras tenía a Phayu sentado sobre él- ¡Ayúdame,
Nat ! ¡Necesito ayuda!
Nat soltó el árbol, asegurándose de que no caería sobre ellos antes de ir a agarrar a
Phayu con un brazo y atacar a Sam con sus propias armas, dejando que Max se las entendiera con Phai. Al cabo de unos segundos, el padre había doblado el brazo de su hijo mayor sobre su espalda y no dejaba de darle besos.
-¡Puaj! -protestaba Phai, pero, en realidad, disfrutando y riéndose como un loco.
No hay muchas formas de darle a un niño de seis años los besos que necesita, pero que
no se deja dar. Max estaba empleando el mejor truco, porque se los daba jugando. Cuando
dejó al niño en el suelo, estaba loco de felicidad, aunque sin dejar de hacer gestos de asco.
Luego se moría de risa cuando su padre persiguió a Sam, que no paraba de chillar, pero que, en realidad, estaba deseando que Max la abrazara y la cubriera de besos.
Phayu observaba con una sonrisa de felicidad y Nat se abrazó a él. El cálido cuerpo
de su hijo lo reconfortó, aunque en realidad, lo que más deseaba era esperar a que le llegara
el turno de que Max lo persiguiera también a él, como había hecho en el pasado.
Que Max estaba pensando lo mismo quedó claro cuando dejó a Sam en el suelo y miró
a Nat con incertidumbre. Él sintió una repentina timidez y le ofreció a Phayu,
agachando la mirada mientras Max se tumbaba en el suelo jugando con su hijo pequeño.
Precisamente en aquel instante, el árbol de Navidad comenzó a inclinarse. Nat lo
atrapó a tiempo, pero se le echó encima. Otra mano, más grande y fuerte que la suya apareció de repente para sostener el árbol, volviendo a ponerlo recto con gran facilidad.
-Te ha arañado en la cara -dijo Max, tomándolo entre sus brazos y besándolo en la
comisura de los labios y acariciándolo con la lengua- Hola -murmuró suavemente.
Nat se sonrojó.
-Hola -respondió con voz grave.
Max lo besó de nuevo, con intensidad, ternura e intimidad. Fue un beso cálido y lleno
de vida. Nat cerró los ojos y se abandonó al abrazo de aquel cuerpo que conocía tan bien.
El sonido del timbre de la puerta los separó. Sus hijos se apresuraron a abrir, porque a
aquella hora esperaban a Mae.
-Tu madre va a llevarlos a oír villancicos -dijo Nat.
-¿Sí? -replicó Max distraídamente, sin dejar de mirar a Nat intensamente- Mejor -añadió con un murmullo y lo besó de nuevo, suavemente. No se separó de él ni cuando su madre entró en la habitación.
Nat ni siquiera la oyó. El amor que creía perdido para siempre palpitaba en el fondo
de su ser, alimentando una deliciosa calidez en cada rincón de su cuerpo. Con un suspiro, que fue como el suave murmullo de una brisa, le acarició los brazos y enterró los dedos en sus cabellos.
Estaban sin respiración cuando se separaron. Max se volvió para saludar a su madre
con una sonrisa. Mae sonreía nerviosamente, pero la expresión de esperanza escrita en sus
ojos, era inequívoca.
Al poner los anoraks a los niños, mientras Max estaba fijando la posición del árbol,
Nat recordó los cambios que había hecho en el piso de arriba. Se mordió el labio
preguntándose cómo se lo diría, y pospuso el momento hasta que no tuviera más remedio.
Se despidieron de los niños y de su abuela desde la puerta. Max lo agarraba por la
cintura mientras Mae salía por la puerta del jardín empujando el cochecito de Phayu y con
los mellizos correteando a su lado y sin parar de hablar.
Max cerró la puerta. Después del alboroto anterior, el silencio parecía muy extraño.
-Ven conmigo mientras me cambio -dijo Max, ofreciéndole la mano a Nat.
Nat la agarró dócilmente y se dejó llevar escaleras arriba hasta su dormitorio. Allí,
Max se separó de él con un suspiro y comenzó a desanudarse la corbata.
Nat lo miraba desde el umbral de la puerta, retorciéndose las manos nerviosamente.
-Max...
Él, que no lo oía, se dirigió al baño.
-Pero qué ... -dijo saliendo disparado y mirándolo con asombro.
-Tenía que poner a mis padres en alguna parte -dijo Nat, poniéndose a la defensiva-,
y ésta era la única solución -dijo señalando la cama.
Había quitado del baño todos sus objetos personales y vaciado uno de los armarios y
había puesto su ropa con la de Max. Casi no había cabido, la había metido con tanta presión que tendría que plancharla otra vez antes de ponérsela, pero ...
-¿Y dónde vamos a dormir tú y yo?
Nat señaló las otras habitaciones con un gesto vago.
-He comprado dos camas. Una la he puesto en la habitación de Sam y otra en la de Phai.
Tu madre puede dormir con Sam.
La madre de Max siempre se quedaba a dormir con ellos la Nochebuena porque le gustaba ver a sus nietos abriendo los regalos el día de Navidad.
-Yo dormiré con Phayu y tú con Phai. Sólo son dos noches, Max -dijo apelando a su
comprensión cuando lo vio a punto de explotar- Sabes que no podemos poner juntos a los mellizos o no se dormirán nunca. Están muy excitados y ...
-¡Maldita sea! -exclamó Max -. ¿Qué te ocurre, Nat? ¿Por qué tengo que dejarle mi
cama a tus padres? ¿Por qué no pueden dormir en otra cama? ¿O haces esto porque quieres seguir vengándote de mí? Porque, si es eso, te aviso: creo que ya he sufrido bastante.
Nat se indignó ante tal injusticia.
-¿Desde cuándo han sido mis padres un problema para ti? ¡Sólo vienen una vez al año!
¡Ten algo de consideración con ellos, por amor del Cielo! Saldrán para acá en cuanto cierren la tienda y harán el camino de un tirón. Empiezan a ser mayores, y no creo que sea muy cómodo para ellos dormir con los niños.
-¡No puedo creer que estés haciendo esto! -exclamó Max, demasiado enfadado como
para atender a razones-. Vuelvo a casa después de una semana entera en Pattaya... ¡En Pattaya, por Dios Santo! -dijo como si se tratara del fin de la Tierra-. Buscando un poco de tranquilidad en mi propia casa. ¡En mi propia casa! Y me encuentro con que me ha echado de mi habitación mi propia esposo, un hombre vengativo que no encuentra bastantes maneras de ...
¡No pasaría nada ... ! -continuó observando a un pálido Nat-. No pasaría nada si la maldita
casa fuera lo bastante grande para perderme en ella si me daba la gana. Pero como tú te
negaste a mudamos a una más grande, yo tengo que pagar las consecuencias. ¡Yo! Un maldito millonario viviendo en una casita de juguete con tres mocosos que no paran de hacer ruido y un hombre que ...
Se interrumpió dirigiendo a Nat, que estaba completamente pálido, una mirada
furiosa.
¡Maldita sea! -exclamó-. ¡Maldita sea! ¡Maldita sea!
-¿Por qué no te vas a casa de Yim? -le sugirió Nat con voz temblorosa- ¡Puede que él te trate mejor!
Giró sobre sus talones y salió del dormitorio antes que Max pudiera decir algo más.
¿Creía que era vengativo? ¿Qué vivía en una casa de juguete? ¡Y a los niños! ¡Había llamado
mocosos a sus hijos!
Recogió los platos donde habían cenado los niños y se dispuso a lavarlos. Podría haberlos
metido en el lavavajillas, pero aquella actividad le daba la oportunidad de descargar su rabia.
Max apareció a sus espaldas y la apretó contra el fregadero.
-Lo siento -dijo besándolo en la nuca- No quería decir eso.
Nat suspiró, restregando un plato de tal modo que el dibujo corría el riesgo de desgastarse.

-Entonces ¿por qué lo has dicho?
-Porque ... -dijo Max, pero se interrumpió para seguir besando a Nat en el cuello.
-¿Porque qué? -insistió Nat.
-Porque estaba decepcionado - dijo Max-. Porque he pasado toda la semana sin
pensar en otra cosa que en esa maldita cama. Porque me sentía culpable por haber olvidado el problema de tus padres. Porque -dijo y se detuvo para dar un suspiro-, no quiero dormir con Phai. Quiero dormir contigo. Quiero despertarme la mañana de Navidad y ver tu cara sobre la almohada. Porque ... maldita sea, hay un millón de porqués. Pero todos desembocan en una sola
causa. Me he puesto así porque me has quitado el único sitio donde me siento cerca de ti.
Necesito esa cama, Nat, la necesito.
Con un repentino sollozo, Nat dejó caer el plato que estaba fregando y se dio la
vuelta para apoyarse en el pecho de Max.
-h, Max –susurró-. Estoy tan triste.
-Lo sé -dijo Max con un suspiro abrazándolo y acariciando su espalda. Apoyó su cabeza
en la de Nat y, una vez más, su cuerpo se convirtió en su refugio.
Finalmente, Nat consiguió calmarse y Max lo agarró por la barbilla para examinar
su rostro. Él lo dejó, tan silencioso y petulante como Sam.
-Mi madre me va a matar si te ve así -dijo Max sonriendo- una mirada y me acusará sin escucharme.
Nat, a su pesar, le devolvió la sonrisa. Pero Max tenía razón. Mae siempre se
ponía de su lado cuando discutían, tuviera razón o no.
-¿Me perdonas? -le preguntó Max, apartándole el flequillo de la cara- Vamos a firmar un
tregua, Nat. Vamos a ser felices estas Navidades. Incluso cederé muestra maldita cama si eso te hace feliz.
-¿Quién ha dicho que me haga feliz? -objetó Nat, metiendo las manos en el pantalón
de Max para buscar un pañuelo. Rozó con los dedos sus genitales y Max dio un respingo.
-No me provoques, Nong- lo acusó Max asombrado, porque sabía cuál era su
intención. Y sonrió al comprobar que allí estaba el viejo Nat, el que pensó que había perdido para siempre- Vamos a firmar una tregua, Nat-le rogó con voz ronca- Por favor.
-¡Has llamado mocosos a los niños!
-¿He dicho eso? -dijo Max, y parecía sinceramente sorprendido. -¡Y mucho más!
-Me pregunto por qué no me has tirado nada -murmuró Max-. ¿Me perdonas?
Nat consideró la propuesta, complacido por el modo en que Max le acariciaba el
cuello y las mejillas. -¿De verdad eres millonario? -le preguntó.
-¿También he dicho eso? Debo haberme vuelto loco.
-¿Lo eres? -insistió Nat.
-Si te digo que sí, ¿voy a ganar un poco más de respeto en esta casa? -dijo Max con una
sonrisa. -Tal vez. -Entonces, sí. Tienes a un millonario delante de ti. Tal vez a un multimillonario, añadiré, sólo para conseguir un poco más de respetabilidad, ya sabes -dijo con buen humor.
Nat se sintió dolido porque sabía que le estaba diciendo la verdad. Max era un
hombre muy rico y él ni siquiera lo había sabido. Para él no era más que Max, el hombre
al que llevaba amando toda su vida.
-¿Una tregua? -le preguntó Max, rozando su boca con los labios.
-Sí -murmuró Nat y cerró los ojos.
-¿Por mis millones?
-Por supuesto -dijo Nat sonriendo-. ¿Por qué otra cosa iba a ceder?
Max se rió, porque, si conocía en algo a Nat, sabía que no era interesado. Lo besó en
la frente y se dio la vuelta agarrándolo de la mano.
-Entonces, ven y charla conmigo mientras me cambio -le dijo.
La habitación estaba bañada, como de costumbre por una tenue luz anaranjada.
-Esta noche, por supuesto, podemos dormir en nuestra cama -comentó Nat distraídamente, y recibió una palmadita en las nalgas.
Entraron en el cuarto de baño riendo.
Fueron unas Navidades felices, tranquilas, alegres, pero terminaron enseguida. Llegó el
momento en que Nat tuvo que decidir si iba a volver a las clases de Gun. Max no hizo
ningún comentario, pero Nat no tuvo la menor duda de su opinión al ver su cara cuando la
sorprendió con su bloc de dibujo. Además, él se negó a comentárselo porque quería que
fuera una decisión exclusivamente suya.
Muy lentamente, volvieron a ser dos extraños que vivían bajo el mismo techo. Nat pensaba que el noventa por ciento de la culpa la tenía el hecho de que no había conseguido una relación satisfactoria en la cama. Max era un hombre muy sensual y su propia y continua
incapacidad para entregarse por completo debía desafiar su virilidad. Odiaba las
restricciones que Nat imponía: la oscuridad, el silencio, su reticencia a dejarse llevar por sus
sensaciones. Nat  temía que, si no podía solucionarlo, una vez más, él se fuera en busca de la satisfacción a alguna otra parte.
¿Lo abandonaría alguna vez aquel miedo? Se preguntó una mañana, después de una noche
especialmente desastrosa.
Max había sufrido tanto como él después de su aventura con Yim, pero saber que
podía volver a caer en la tentación cuando la presión fuera demasiado fuerte, acababa con la necesaria confianza que Nat necesitaba para volver a sentirse seguro con él.
Nat era preso de una terrible inseguridad, una inseguridad que lo mantenía continuamente irritado. Volvió a tener dolores de estómago, unos dolores que ya duraban meses.
Y, cuando pensaba en aquellos meses, se le helaba la sangre en las venas.

Infidelidad. MaxNat. ADAPTACIÓN.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora