𝔈𝔩 𝔪𝔢𝔫𝔰𝔞𝔧𝔢𝔯𝔬 𝔡𝔢 𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔦𝔬𝔰𝔢𝔰

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Ah, el famoso monte Olimpo, hogar de los poderosos dioses que día tras día se dedicaban a jugar con el destino de los mortales a su disposición. Entre ellos se encontraba el querido Hermes, el dios de los viajeros y ladrones, de la elocuencia, de las artes del buen hablar, y por supuesto, por lo que más se lo ha conocido, el mensajero divino, encargado de dar a conocer los veredictos de los demás dioses. 

"Hermes, lleva mi mensaje al inframundo", decía Zeus y Hermes partía sin dudarlo, pues ese era su propósito, especialmente como el mensajero de su padre, le servía con un celo infatigable y sin escrúpulos, incluso en los asuntos menos limpios. Se podría decir que siempre estaba ocupado, pues, además participaba en cada asunto presentado como ministro o servidor; se ocupaba de la paz y de las guerras, de las querellas y los amores de los dioses, de los intereses del Olimpo y en general del cielo, la tierra y los infiernos. Otro de sus trabajos era servir la ambrosía en la mesa de los inmortales, presidir los juegos y las asambleas, oír las plegarias de los hombres y responderlas —o no— según las órdenes recibidas, además de ser el encargado de guiar las almas de los caídos al inframundo. Hermes era el dios más inquieto y juguetón, siempre iba de aquí para allá, un día podía estar en la cima del Olimpo, relatándole las innumerables aventuras de los héroes de Grecia a su tía Hestia, quien nunca abandonaba su hogar; y al siguiente, en una isla olvidada por la mano de los dioses ayudando a un viejo amigo desafortunado a recuperar a sus compañeros, convertidos en cerdos por una semidiosa desquiciada.

La agenda del joven mensajero nunca dejaba espacio para descanso alguno, pero no era algo que le pesara, de hecho, lo disfrutaba. Estar cada día en un lugar distinto le permitía conocer a nuevas personas, hacer nuevos amigos, tener nuevas historias que contar, si bien era debido a esto que nunca había tenido algo permanente en su vida, no era algo que le molestara; servirles a los dioses era algo que le daba plenitud. "Esto es para lo que nací, ¡Es mi tarea!", se repetía a sí mismo, y eso le llenaba el pecho de un gran orgullo.

Mas, sin embargo, con el pasar de las lunas, cierta inquietud comenzó a acosar el corazón del joven dios. En la mitad de sus viajes y tareas sin descanso, era como si la maliciosa voz de Eris le susurrara al oído dudas que jamás pensó que un dios podría tener: ¿Era este reamente su destino? ¿Estaba condenado a ser simplemente un mensajero, siempre al servicio de los demás, sin la oportunidad de buscar algo más allá de los límites impuestos por su papel? Cada día Hermes observaba como los demás olímpicos seguían sus propios deseos sin restricciones, a diferencia de él. Atenea podía acoger a cualquier humano como un nuevo héroe y, en un instante, abandonarlo. Afrodita podía tener hoy un amante y mañana otro o quizás dos más, ¿Y qué había para él? Incluso los mortales parecían vivir con más libertad que él, sin ataduras, sólo siguiendo sus corazones. Mientras volaba a través de las nubes, se sorprendía a si mismo imaginando como sería si, por una vez, decidiera decir "no" a una orden, si en lugar de seguir un camino ya trazado, escogiera su propio destino, ¿Podría él, tan joven y lleno de vida, estar destinado sólo a servirle a otros? ¿Acaso algún día podría tomar una decisión que no estuviera sujeta a los caprichos de los demás dioses, sino que emanara de su propia voluntad?

Estas incógnitas comenzaron a acosarlo en los momentos más inoportunos, podía estar llenando la copa de Hera, y de un segundo a otro, se perdía en sus pensamientos, sin darse cuenta de que el líquido se desbordaba por su descuido.

— ¡Ay! Lo siento mucho, lo limpiaré enseguida —se disculpó solemnemente, apartando la copa y tratando de arreglar el desastre que había causado.

𝕸𝖊𝖓𝖘𝖆𝖏𝖊𝖗𝖎𝖆 𝕯𝖎𝖗𝖊𝖈𝖙𝖔 𝖆𝖑 𝕮𝖔𝖗𝖆𝖟𝖔𝖓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora