𝔔𝔲𝔢 𝔬𝔱𝔯𝔞 𝔯𝔞𝔷𝔬𝔫 𝔫𝔢𝔠𝔢𝔰𝔦𝔱𝔬

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Durante ese tiempo, el que para el pobre Hermes se sentía como la mismísima eternidad, cumplía sus tareas con regularidad, pero su mente no podía dejar de vagar hacia su hermano. La imagen de Ares, dolido y decepcionado, convencido de que incluso él lo había rechazado, se clavaba en su corazón como una espina. Quisiera decir que no lo había afectado, pero la verdad era que hasta su vuelo se volvió más lento, arrastrado por el peso de sus propios sentimientos. En el Olimpo todos notaron que Hermes estaba ligeramente más decaído, pero nadie hizo nada por remediarlo pues ignoraban la causa de tal abatimiento. El único confidente del mensajero era Caronte, quien debía soportar a diario las quejas y lamentos del joven dios. Hermes contaba como Ares lo había rechazado una y otra vez, como sus intentos de acercarse a él eran siempre respondidos con amenazas y desdén, mientras Caronte, con su eterno gesto taciturno, sólo podía responder con sus típicos quejidos de dolor. Hermes no buscaba consejo, sólo necesitaba que alguien lo escuchara para poder dormir tranquilo y repetir al día siguiente.

Todos los días, exactamente al anochecer, la joven deidad volaba de regreso a Roma, no para intentar hablar con el tosco guerrero, sino simplemente para estar a su lado, para que Ares supiera que aún le importaba. Pero todos los días la historia se repetía: su hermano lo corría, lo amenazaba con enterrarle la lanza en alguna parte del cuerpo o con arrancarle las alas de la cabeza, y Hermes se veía obligado a regresar al Olimpo, completamente derrotado. Cada vuelo de regreso era más pesado que el anterior, cada vez más convencido de que su misión estaba siendo un total fracaso. La frustración y el dolor lo consumían lentamente, mientras su resolución comenzaba a tambalearse en un ciclo que parecía no tener fin.

Mientras tanto, para el dios de la guerra, las cosas se tornaban extrañas y confusas. Durante el día, mantenía su mente ocupada con los constantes enfrentamientos en la arena, luchando contra gladiadores, como si cada golpe y cada victoria le dieran un propósito. Rara vez salía del coliseo, un lugar que parecía agradarle más que cualquier otro en el mundo. Ahí, al menos, tenía la admiración del público, el rugir de las multitudes que celebraban sus triunfos, algo que no había experimentado desde hacía mucho tiempo en su vasta y solitaria existencia. Pero cuando la noche caía y la soledad lo envolvía en su camastro, después de haber espantado a Hermes una vez más, comenzaba a atormentarse con preguntas que no podían encontrar respuesta.

Ares se preguntaba por qué su hermano, el joven mensajero, volvía noche tras noche, a pesar de las amenazas, a pesar de que cada palabra suya era una daga dirigida a apartarlo. ¿Por qué volvía Hermes? ¿Qué lo hacía tan persistente, tan obstinado? Ares no podía entenderlo. ¿No se daba cuenta Hermes de que su presencia no era bienvenida, de que su insistencia solo alimentaba el fuego de su ira? Sin embargo, cada vez que el mensajero aparecía, cada vez que veía esa mirada herida y suplicante, algo en su interior se removía. Las dudas acosaban su mente, impidiéndole dormir bien, despertándolo en medio de la noche con pensamientos confusos y desordenados. Se encontraba pensando en su hermano, en esa insistencia inquebrantable, en esa cara de cachorro abandonado que Hermes mostraba cada vez que Ares lo rechazaba. Era como si, en el fondo de su alma endurecida, Ares comenzara a preguntarse si, quizás, había algo más detrás de esa obstinación que se negaba a entender.

Con el paso del tiempo y en medio de este extraño juego de tirar y soltar, Hermes regresó a Roma una vez más, pero esta vez no para insistir, sino para cumplir con su propósito original: entregar un mensaje. Zeus, su padre, había ordenado que el irresponsable Ares regresara a Grecia para hacerse cargo de sus deberes, pues las tensiones entre regiones habían vuelto a alzarse, y la presencia del dios de la guerra era requerida en caso de que las cosas escalaran más allá. Sin embargo, cuando Hermes llegó al coliseo, se sorprendió al encontrar a su hermano sentado en su camastro, con la armadura puesta y la lanza a su costado. No hubo rechazo, ni amenazas, solo un silencio que parecía pesar tanto como el aire antes de una tormenta.

𝕸𝖊𝖓𝖘𝖆𝖏𝖊𝖗𝖎𝖆 𝕯𝖎𝖗𝖊𝖈𝖙𝖔 𝖆𝖑 𝕮𝖔𝖗𝖆𝖟𝖔𝖓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora