𝔓𝔬𝔯 𝔢𝔩 𝔟𝔦𝔢𝔫 𝔡𝔢𝔩 𝔒𝔩𝔦𝔪𝔭𝔬

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Los truenos y relámpagos resonaban con una furia desmedida, sacudiendo el Olimpo hasta sus cimientos. Cada dios, semidiós y criatura permanecía en vilo, atentos al desenlace de aquella tormentosa batalla entre padre e hijo. Los rayos atravesaban el cielo como lanzas divinas, iluminando la montaña sagrada en destellos cegadores, pero entonces, un rayo más fuerte que cualquier otro golpeó el palacio de Zeus, sacudiendo el Olimpo entero.

El estruendo fue tan devastador que parecía desgarrar el aire mismo, un eco del mismo rayo que había desterrado a Hermes de los cielos.

Al comprender la gravedad de la situación, las deidades más cercanas corrieron hacia el palacio, sus corazones latiendo con un temor creciente, entendían perfectamente lo que aquello podía significar, y temían que Ares, desafiando abiertamente la voluntad de su padre, hubiera provocado la ira final del rey del Olimpo. Mientras la tormenta rugía, el cielo parecía reflejar la violencia del conflicto interno entre los dioses.

Atenea y Apolo fueron los primeros en llegar, seguidos por Artemisa que estaba cerca del lugar. El viento soplaba con una fuerza inusitada, arrastrando hojas y escombros a su paso mientras los hijos de Zeus entraban en el salón. Al llegar, sus ojos se encontraron con una escena de caos y destrucción, las columnas de mármol yacían destrozadas, el suelo estaba cubierto de escombros y las paredes agrietadas parecían a punto de colapsar. En el centro del desastre, el rey de los dioses permanecía erguido, su figura imponente como una montaña inquebrantable, sus ojos ardían con una furia apenas contenida. No había señales de Ares. El rey de observaba su entorno con una calma peligrosa, como si la tormenta no fuera más que una extensión de su propia voluntad.

Ante la devastación que se extendía por el palacio y el rugido de la tormenta que aún resonaba a su alrededor, los hijos de Zeus finalmente decidieron que habían llegado al límite. El poder de su padre se sentía abrumador, pero la injusticia de lo que estaban presenciando era aún más insoportable.

Con el rostro tenso y el arco firmemente en sus manos, Artemisa apuntó directamente al corazón del rey de los dioses, sabía en lo más profundo de su ser que una flecha disparada contra Zeus sería inútil, pero eso no importaba, era su manera de hacerle frente, de demostrar que no cedería ante su poder.

—¡Ya fue suficiente, Zeus! —exclamó la diosa de la caza, su voz cargada de furia y desafío, los músculos de sus brazos temblaban de rabia mientras tensaba su arco, sus ojos reflejando una mezcla de dolor e indignación— No permitiremos que sigas con esto, ¡Ya hemos cedido a muchos de tus caprichos durante siglos!

A su lado, Apolo imitaba el movimiento de su gemela, apuntando una flecha directamente hacia su padre. La determinación en su rostro era inquebrantable, pero en sus ojos se veía algo más que ira: había un miedo profundo, el temor de que su padre, el dios más poderoso del Olimpo, hubiera cruzado un límite irreversible.

—¿Dónde está? —demandó él, su voz cortando el silencio como un relámpago— ¡¿Qué le hiciste a Ares?! —Las palabras salieron con una furia contenida, pero cada sílaba estaba cargada de una amenaza latente, como si el dios de la luz y la música estuviera dispuesto a liberar todo su poder contra su padre si no obtenía una respuesta.

Este, sin moverse ni un centímetro, observó a sus hijos con una expresión inescrutable. Sus ojos brillaban con una intensidad peligrosa, pero no hizo ningún gesto de ataque. Permaneció en silencio, su figura imponente recortada contra la luz de los rayos que aún destellaban en el cielo, la tormenta rugía, como si reflejara el conflicto que se desarrollaba en el interior de la sala del trono.

𝕸𝖊𝖓𝖘𝖆𝖏𝖊𝖗𝖎𝖆 𝕯𝖎𝖗𝖊𝖈𝖙𝖔 𝖆𝖑 𝕮𝖔𝖗𝖆𝖟𝖔𝖓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora