𝔄𝔫𝔥𝔢𝔩𝔞𝔡𝔬 ℜ𝔢𝔤𝔯𝔢𝔰𝔬

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Abajo, en el reino de los mortales, en Ítaca, Hermes observaba desde su alcoba la calma que lentamente volvía después de la tormenta. Los humanos habían quedado aterrados, sus corazones llenos de miedo por el caos que había azotado sus tierras. No los culpaba. La tormenta no era común, ni siquiera para él, un dios acostumbrado a los caprichos de los cielos. Su propio corazón latía frenético, golpeando contra su pecho con cada recuerdo de los rayos que habían iluminado el firmamento con furia divina. ¿Qué habría sido de Ares? ¿Habría logrado lo imposible, o su destino estaría sellado como el suyo, condenado a marchitarse entre los mortales, como uno más entre ellos? El presentimiento oscuro que lo oprimía desde lo más profundo de su pecho se negaba a desaparecer, como una sombra persistente que no quería disiparse.

Hermes sacudió la cabeza, tratando de apartar esos pensamientos. No quería aferrarse a la desesperación. No ahora. Pero la duda, esa corrosiva duda, seguía ahí, haciendo eco en su mente.

—¡Hermes! —gritó una voz conocida.

El dios dio un respingo, tropezando con una silla cercana y casi perdiendo el equilibrio, era Odiseo, quien había irrumpido en su alcoba sin previo aviso.

—¡Ody! Por todos los dioses, ¡Toca antes de entrar! —exclamó, llevándose una mano al pecho, sintiendo el frenético latido bajo su palma.

El rey, jadeante, se apoyó contra el marco de la puerta, su rostro enrojecido por la carrera, ya no estaba en edad para estas cosas.

—Lo siento, lo siento... —respondió entre respiraciones, con las manos en las rodillas mientras recuperaba el aliento— Pero vine tan rápido como pude, ¡Tienes que ver esto!

—¿Ver qué? —arqueó una ceja, su expresión pasando de la sorpresa a la curiosidad.

—No tengo palabras para describirlo —contestó, enderezándose. El brillo en sus ojos era inequívoco, una mezcla de asombro y algo más profundo, algo que Hermes rara vez veía en los humanos, era reverencia.

Hermes frunció el ceño, pero sin más preguntas, siguió al rey por el pasillo, sus pasos, aunque rápidos, eran torpes, todavía acostumbrándose a la mortalidad que lo rodeaba. Mientras avanzaban, Odiseo continuaba hablando, a pesar de haber dicho que no tenía palabras para describir lo que había visto.

— Y entonces... Un destello dorado apareció en nuestra alcoba, de la nada... —dijo, su voz entrecortada por la emoción y la prisa— Un hombre ¡Muy hermoso! más de lo que cualquier palabra podría describir...

Aquellas palabras lograron que el dios caído alzara una ceja, su lado bromista aflorando incluso en ese momento de tensión.

—¿Seguro que no estás describiendo alguna fantasía tuya, Ody? —cuestionó con una sonrisa traviesa, queriendo aligerar el ambiente.

—¡Hermes! Te recuerdo que soy un hombre felizmente casado, gracias —respondió, su tono severo, pero sin perder la complicidad que había nacido entre ellos en esos meses.

—Está bien, está bien, lo siento —dijo el dios, alzando las manos en señal de rendición, su naturaleza bromista aún viva a pesar de la incertidumbre.

Finalmente llegaron a la gran sala del trono, y Hermes se encontró cara a cara con algo que, por un momento, lo dejó sin palabras. En el centro de la estancia, un resplandor dorado aún flotaba en el aire, titilando como los últimos rayos de un atardecer, la luz dorada se desvanecía lentamente, pero en medio de ese fulgor etéreo, una figura se mantenía en pie. Cabellos dorados caían sobre sus hombros con la misma suavidad que la luz que lo envolvía, y una mirada solemne, aunque cargada de una calidez indescriptible, lo recibió.

𝕸𝖊𝖓𝖘𝖆𝖏𝖊𝖗𝖎𝖆 𝕯𝖎𝖗𝖊𝖈𝖙𝖔 𝖆𝖑 𝕮𝖔𝖗𝖆𝖟𝖔𝖓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora