El día en la escuela era sombrío, pero la noticia que llevaba conmigo era pesada y necesaria. Durante el almuerzo, me senté con Pri y Luna en nuestro lugar habitual. Ellas me miraron, notando la seriedad en mi rostro.
"¿Qué pasa, Ludmila?" preguntó Pri, frunciendo el ceño. "Te ves... diferente."
Suspiré, sintiendo que era el momento de compartirlo.
"He tomado una decisión. Me voy a mudar con mis abuelos."
Las palabras salieron de mis labios como un susurro, pero su impacto fue inmediato. Pri dejó caer su tenedor, mientras que Luna se inclinó hacia mí, su expresión un eco de sorpresa.
"¿Qué? ¿Estás hablando en serio?" preguntó Luna, sus ojos abiertos de par en par.
Asentí, sintiendo que la decisión se consolidaba en mi interior.
"Mis padres... no entienden quién soy y no puedo seguir así. He decidido que necesito ser feliz, y eso significa estar con ellos."
Pri entrelazó sus dedos, su preocupación evidente.
"Pero... ¿estás segura? Esto suena muy drástico."
"Es lo que necesito," respondí con más firmeza de la que sentía. "No puedo seguir tratando de encajar en algo que no soy."
Luna, con su naturaleza más optimista, sonrió suavemente.
"Entonces, eso es muy bueno, Ludmila. Sabemos que tus abuelos te apoyarán. Siempre estás a salvo con ellos."
Aunque las palabras de mis amigas fueron un bálsamo para mi angustia, aún sentía una lucha interna. Parte de mí deseaba que mis padres pudieran comprenderme, apoyarme como solían hacerlo en otros aspectos de mi vida. Recuerdo momentos de mi infancia en los que me sentía cercana a ellos: cuando me abrazaban después de un logro escolar, o cuando celebrábamos juntos los cumpleaños. Pero siempre hubo también pequeñas señales de desaprobación, momentos en los que sentía que algo de mí los incomodaba, aunque entonces no sabía exactamente qué era. Esos recuerdos rondaban mi mente mientras intentaba convencerme de que esta decisión, la de mudarme, era la correcta.
Al salir de la escuela, el aire fresco me golpeó, pero no me sentí aliviada. Era un momento decisivo, y el peso de lo que estaba por venir me seguía. Había estado pensando en esta opción de mudarme desde hace semanas, pero fue durante una llamada con mi abuela que todo empezó a tomar forma. Ella siempre me ha tratado con una ternura que mis padres nunca supieron mostrar del todo. "Aquí siempre tienes un lugar", me dijo, cuando mencioné lo mal que la estaba pasando en casa. Saber que tendría un espacio seguro con ellos fue lo que me dio la fuerza para seguir adelante.
Al llegar a casa, la atmósfera era densa y cargada de tensión. Mis padres parecían decididos a hacer un último esfuerzo para "corregirme" antes de que finalmente tomara la drástica decisión de mudarme con mis abuelos. La noticia de que había considerado esa opción los había sacudido, y ahora estaban dispuestos a todo para evitar que me alejara de su visión del mundo.
Me llamaron a la sala. La mirada en sus rostros era grave y determinada, como si estuvieran a punto de pronunciar un discurso que ya había sido ensayado.
"Luciano, queremos hablar contigo sobre algo importante," comenzó mi padre, su tono dejándome claro que no había espacio para objeciones. "Hemos estado investigando algunas opciones que podrían ayudarte. Creemos que sería bueno que asistieras a una terapia con un consejero especializado en... en estos temas."
"O, incluso mejor, una intervención religiosa," intervino mi madre, su voz temblando de emoción. "Podríamos buscar a alguien que nos ayude a guiarte en el camino correcto. Sabes que esto es lo que hacemos en nuestra fe, hijo."
Mi corazón se hundió en mi pecho ante esas palabras. Sentí que cada propuesta era un intento de forzarme de nuevo a la caja que había luchado tanto por escapar. Sabía que ellos no lo hacían por maldad. En el fondo, mi madre y mi padre querían lo mejor para mí, pero no podían concebir que eso no implicara seguir sus valores tradicionales. Era una especie de ataque desesperado que pretendía cambiar mi esencia, mi identidad.
"No," respondí con firmeza, sintiendo la rabia brotar en mí. "No necesito terapia, ni una intervención, ni nada de lo que sugieren. No hay nada que corregir."
Mis padres me miraron, atónitos ante mi respuesta. La incredulidad y la confusión se mezclaban en sus rostros, como si no pudieran entender que su hijo había crecido y cambiado de maneras que ellos nunca habían anticipado.
"Luciano, esto no es un juego. Te amamos y queremos lo mejor para ti," mi madre dijo, su voz llena de angustia. "No quieres lastimarnos, ¿verdad?"
Pero esa no era la cuestión. Lo que estaba en juego era mi propia existencia, mi autenticidad. Mi amor por ellos no podía ser la razón para dejar de ser quien era.
"No se trata de querer lastimarlos. Se trata de ser feliz y de vivir mi verdad. Esto es quién soy, y no voy a cambiarlo solo porque ustedes lo deseen," dije, sintiendo cómo cada palabra resonaba en la sala como un eco de determinación.
En el pasado, siempre había buscado su aprobación. Cuando era niño, una simple mirada de orgullo por parte de mi padre o un abrazo cálido de mi madre bastaban para hacerme sentir querido. Pero eso había cambiado, especialmente en los últimos años. Me daba cuenta de que estaba viviendo una versión de mí mismo que ellos aprobaban, pero que yo odiaba. Esta conversación marcaba el fin de esa lucha interna.
El silencio se hizo pesado entre nosotros. Mis padres parecían aturdidos por la realidad de mis palabras. Era la primera vez que me veía a mí mismo como una persona que merecía ser escuchada y respetada, y no iba a dejar que su miedo dictara quién debía ser.
Mi cuerpo vibraba con una mezcla de nervios y fuerza. Mis manos temblaban levemente, pero mi postura era firme. Las lágrimas de mi madre no me hacían dudar, sino que reforzaban mi decisión.
Finalmente, mi madre rompió el silencio, su voz entrecortada por las lágrimas.
"No podemos perderte," dijo, pero su expresión de miedo no era suficiente para cambiar mi decisión.
"No me están perdiendo. Me están dejando ser quien soy. Esto es lo que necesito," respondí, mi voz firme. "Estoy dispuesto a enfrentar lo que venga, incluso si eso significa mudarme con mis abuelos."
Las lágrimas rodaron por sus mejillas, pero no sentí lástima por su dolor. Me sentía fuerte, liberado de las cadenas que me habían mantenido atado durante tanto tiempo. La lucha no había terminado, pero ya no tenía miedo de luchar por mí mismo.
Mientras subía las escaleras hacia mi habitación, una sensación extraña me invadió. No era exactamente alivio, sino una mezcla de tristeza por lo que dejaba atrás y una ligera esperanza por lo que vendría. Mudarse con mis abuelos significaba romper con todo lo que conocía, pero también significaba comenzar de nuevo. En ese momento, pensé en todo lo que dejaría atrás: mi casa, mi escuela, e incluso la posibilidad de que mis padres llegaran a aceptarme algún día. Pero también sabía que, al final, la persona que necesitaba aceptarme primero era yo.
Con esa certeza en el corazón, decidí que no me quedaría a escuchar más. Me levanté y salí de la sala, dejando a mis padres en un silencio aturdido. La tensión en el aire era palpable, y cada paso que daba hacia mi habitación resonaba como una declaración de independencia. Sabía que el camino por delante sería difícil, pero también sabía que estaba listo para enfrentar cualquier desafío, porque finalmente estaba eligiendo mi verdad.
Esa noche, mientras me preparaba para dormir, sentí una mezcla de tristeza y alivio. La vida sería diferente a partir de ahora, pero, por primera vez, sentía que estaba tomando el control. La decisión de mudarme con mis abuelos estaba cada vez más cerca, y con ella, la esperanza de un nuevo comienzo.
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El diario de Ludmila
Ficción GeneralEn un entorno familiar conservador y religioso, Luciano lucha por encontrar su verdadera identidad mientras enfrenta la homofobia y la presión de sus creencias. A través de su amistad con Pri y Luna, comienza a explorar su lado femenino y a cuestion...