Capítulo 2: Decir la Verdad

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La ciudad de Turín se encontraba prácticamente desierta y silenciosa aquella madrugada. Las farolas brillaban, proporcionando una tenue luz a la oscuridad de la noche. Una pequeña nevada estaba cayendo sobre las calles, humedeciendo el pavimento.

Perturbando el paisaje nocturno, una única oscura silueta caminaba entre los edificios de la via Giuseppe Galliano. Con sosiego, atravesó la calle, dirigiéndose al portal número 23. Era un edificio de una altura de tres pisos. La fachada principal era de estilo modernista, y un conjunto de grandes ventanales acabados en arco la revestían. Desde uno de los balcones, otra figura observaba con ansia.

Anicca clavó sus ojos castaños sobre la persona que avanzaba hasta su edificio. Se agarró con firmeza a la barandilla de granito, y su corazón se aceleró. Se giró y entró al salón, tan rápido como se lo permitieron sus pantuflas. Se precipitó a cerrar las puertas del ventanal, y las aseguró.

— ¿Cómo ha ido? — preguntó sin poder esperar, cuando oyó el sonido de las bisagras de la entrada principal. — ¿Cómo está él?

Su padre, aun con las llaves en la puerta, suspiró, agotado. Se quitó el abrigo, dejándolo doblado sobre su antebrazo. Se deshizo de las llaves, colocándolas en el cajetín de madera que contenía todas las llaves.

— Anicca — la regañó su madre, Silvia Magno. Se encontraba sentada en el gran sofá. Sobre los hombros llevaba una gruesa manta y su cabello castaño rojizo estaba recogido, dejando su rostro despejado. Sus ojos verdes miraron con afecto al señor Bernocchi, y una sonrisa cansada afloró de sus labios, enmarcados por unas incipientes arrugas.

Martino se acercó a Silvia y se dejó caer junto a ella. Sus hombros caían hacia delante con la poca elegancia que podía sostener después de un día intenso. Anicca observó, impaciente, cómo su madre acariciaba su rostro.

— El hijo de los Vito está estable —. El cuerpo de la chica se estremeció y tomó una gran bocanada de aire. — Parece que la bala no ha llegado a tocar ningún órgano vital.

— Oh, Dios mío — murmuró Silvia, con alivio. — ¿Cómo está Tatiana?

Anicca hizo una mueca, arrugando la nariz.

La madre de Andrea se había desmayado mucho antes de que llegara la ambulancia, afligida por la abrumadora situación. Totalmente entendible, nada más terminar de enterrar a su marido, habían tratado de asesinar a su hijo.

Por suerte, había caído en manos del padre Pio. Aun así, fue trasladada al hospital junto a Andrea, temían que su situación empeorara.

Martino movió lentamente la mirada desde su mujer hasta su hija, asintiendo.

— Está bien —. Sus ojos marrones estaban serios y cansados, y su boca era una línea perfecta. — Dentro de lo que cabe —, agregó.

Silvia suspiró y tomó la mano de su marido, acariciándola lentamente. Martino clavó sus grandes ojos en su hija.

— El tío de Andrea, Eugenio Bellizi, ha tomado las riendas. Está muy cabreado por lo que le han hecho a su sobrino — tomó aire antes de continuar. — Quiere encontrar a los que lo han hecho y... por eso, me han pedido que hable contigo.

— ¿Con ella?, ¿por qué? —, preguntó la mujer con el ceño fruncido. Se incorporó y miró directamente a su marido.

A Anicca se le encogió el corazón. Ella sabía el motivo. Había sido testigo de la escena, había visto sus caras y debía responder sus preguntas para poder encontrar a los qué habían disparado a Vito.

Sin embargo, se preguntó si realmente quería eso.

— Anicca fue quien lo vio todo, lo saben. Algunos testigos vieron un coche azul, pero no a los agresores. Quieren hacerte algunas preguntas, por si viste algo más, o a alguien —, dijo esto último mirando a su hija.

El Eco de Una BalaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora