Capítulo 4: Órdenes y Costumbres

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El corazón retumbaba contra sus costillas y su boca se había secado. Un escalofrío recorrió su columna cuando él le devolvió la mirada. Parecía contener su ira. Pues era obvio que lo sabía; y estaba totalmente perdida. Se hizo el silencio. El aire podría haberse cortado con un cuchillo. Tan solo la quietud se rompía con la respiración acompasada de ambos.

Necesitaba un plan.

— Te lo advierto, suéltame ahora mismo, Ziberi —, ordenó con dureza enfatizando cada sílaba.

Maurizio la miró con una ceja alzada, como si el comentario le resultara divertido. Pero, extrañamente, él la soltó rápidamente y de un modo brusco, tanto que Anicca perdió el equilibrio y se tambaleó hacia atrás, apoyándose en la pared junto al lavamanos. Dejó su espalda sobre la superficie y con la mano libre se agarró a la porcelana. Sin embargo, aunque la soltó, no se movió hacía un lado. Su cuerpo seguía bloqueando la puerta.

Anicca tragó espeso.

— Lo voy a preguntar una sola vez ¿Qué narices viste, mocosa? —, preguntó con desprecio.

Lo sabía. Era obvio. Había llegado el momento que tanto había temido.

— No sé a qué diantres te refieres —, logró articular, irguiendo su espalda, con tal de parecer más alta, más impasible. — Pero más te vale que abras la puerta antes de que grite.

Este soltó aire por la nariz como si se tratara de una risa y negó varias veces con la cabeza.

— Guárdate tus estúpidas amenazas y procura responder a mi pregunta. De este modo, podremos salir de aquí cuanto antes. No me gustaría regresar a Turín —, informó, apoyando su espalda sobre la puerta. Aunque su rostro parecía relajado, sus ojos hervían de rabia.

Sabía que Ziberi no era un imbécil, al menos no del mismo calibre que sus amigos descerebrados. Su idiotez era de otro tipo. Sin embargo, había demostrado ser inteligente y astuto; era de los pocos alumnos que le hacían competencia en clase. Su forma de expresarse, de actuar, incluso, de argumentar sus discursos; todo revelaban que él sabía perfectamente lo que hacía. Tenía comprensión profunda de sus propios objetivos y cómo llegar a ellos. No podía confiar en él, pero podía tratar de averiguar qué sucedía. No tenía muchas más opciones.

No es tu problema, Anicca. Aléjate.

— Tú me viste y yo te vi —, soltó con vehemencia. Sus ojos castaños destellaron con intensidad. — No sé qué más quieres saber, Ziberi. Pero no te preocupes por mí, no pienso decir nada.

Ella trató de apartarlo, pero su cuerpo, mucho más grande y alto que el de ella, se mantuvo estático en la puerta.

El lavabo cada vez se sentía más pequeño. Más asfixiante.

Maurizio la observó de vuelta. Sus ojos de aquel extraño color plata desprendieron frialdad. Dio un paso hacía ella, lo que provocó que Anicca retrocediera. Aunque su rostro era sereno, se percibía amenazante.

— No es tan sencillo —, susurró, interrumpiéndola. — Verás... Ese pequeño asunto implica a mucha más gente, y esos tipos no están seguros de que tú no vayas a abrir tu maldita bocaza de santurrona —, añadió con falsa suavidad, como si ella fuera estúpida y necesitará más tiempo para comprender las cosas. — Te conozco. Has estado toda tu miserable existencia apelando a la integridad y escudándote en la honestidad. —, soltó entre una seca carcajada. — Es por eso, que no puedo dejar este tema de una manera tan fácil.

— ¿Y qué pretendes? —, dijo alzando el mentón.

Anicca sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero se mantuvo firme. Maurizio había acortado el reducido espacio que había entre ellos, hasta encontrarse cara a cara. Las manos de ella estaban firmemente cerradas a los costados de su cuerpo, demostrando la tensión que los envolvía. Él procuraba mantener una postura aparentemente relajada, pero sus hombros estaban tensos.

El Eco de Una BalaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora