Capítulo 3: La Inmoralidad de la Culpa

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Un tintineo constante retumbaba sobre el frío mármol. Estiró su manga izquierda y acomodó un rizo que escapaba del modesto trenzado que había insistido su madre en hacerle. Anicca había permitido que jugara con ella cuál muñeca de trapo.

— Es aquí —. La enfermera frenó sus talones ante una puerta de madera, blanca e insípida como el resto de paredes e inmobiliario del lugar. Anicca carraspeó. — Le debo advertir que el horario de visitas ha terminado, le estoy haciendo un favor. Tiene veinte minutos. — Su voz sonaba profesional, pero una sonrisa amable afloró en su rostro. La rubia asintió, no muy conforme.

La señora se apartó del marco de la puerta, dejándola sola. Cuando hubo desaparecido por el hueco de la escalera, la chica se giró, sintiendo las piernas endebles. Desde el rellano, Anicca observó la puerta cerrada, dudando. Desde que había puesto un pie en aquel hospital, se había estado preguntando si estaba segura de lo que iba a hacer. No sabía qué hacer, pero, ahora, ya no podía echarse atrás. Ya no podía hacer nada.

Su mano derecha temblorosa se dirigió al pomo y se quedó ahí un par de segundos. Tras esa puerta se estaba recuperando Andrea Vito; y eso se sentía aterrador.

En un principio la idea de visitar al chico era correcta. Sin embargo, ahora dudaba que abordar a Andrea en aquella sala sería lo peor que podía hacer. Llevaba encamado unas dos semanas, luchando contra dolores delirantes, pues alguien le había disparado. ¿Dónde quedaba la empatía?

Se había precipitado en venir.

Le había costado, pero al fin había convencido a aquella amable enfermera de que ella era una prima lejana de Andrea, que preocupada por su situación había venido desde Suiza. Milagrosamente, la enfermera se había creído cada una de sus palabras.

Avanzó un paso, insegura, y golpeó con el nudillo sobre la madera, haciéndolo resonar. Cuando escuchó la invitación del chico para entrar, empujó la puerta abriéndose con un crujido. Sus pasos temblaron, pero entró y lo vio.

La cama estaba situada justo en el centro de la habitación, y junto a ella reposaba un sillón de cuero. Todo era blanco. Él estaba medio incorporado, con la espalda apoyada en el grueso almohadón. La cama estaba también incorporada, para facilitar su postura. Un aura grisácea envolvía su rostro, el cual miraba atentamente en su dirección. Su cabello castaño estaba alborotado. Anicca cerró la puerta y dio otro pasó más hasta quedar más cerca de su cama.

Las ropas de cama le cubrían hasta la cintura. Tenía puesto el camisón verdoso del hospital. Podía ver como un tubo salía desde su brazo izquierdo e iba conectado hasta un gotero para administrar algún medicamento por vía intravenosa.

Ella sintió un inevitable miedo invadirla.

— ¿Anicca? —, murmuró, Andrea, confundido, desde la cama. Parecía sorprendido de verla allí, no lo culpaba.

— Buenos días —, musitó ella, con voz tomada.

— ¿Qué haces aquí? —, preguntó tratando de incorporarse sin mucho éxito. Hizo una mueca, cuando sintió un dolor atravesarle el costado.

— ¿Molesto?

— No, para nada. Pasa, pasa; siéntate —, dijo sonriendo, señalando el sillón que había cerca de la cama. — Estos días cualquier visita es bienvenida. Pasó mucho tiempo solo y aburrido.

A pesar de su aspecto general, sus ojos se veían alegres. Para su propio alivio. Ella le hizo caso, y tomó asiento.

— ¿Cómo estás?

— Mareado, me mantienen drogado todo el día —, explicó riendo. Anicca sonrió ligeramente. — Pero los médicos dicen que en pocos días me darán el alta. Aunque tampoco me entero mucho de lo que me dicen.

El Eco de Una BalaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora