Capítulo 7: Te Detesto

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Maurizio abrió los ojos de golpe.

Trató de aspirar una profunda bocanada de aire al mismo tiempo que se incorporaba hasta quedar sentado. Enterró las yemas de sus dedos entre las hembras de su cabello y tiró de él. Sentía un gran alivio por despertarse solo en aquel cuarto, y totalmente agradecido de entender que todo lo que creía haber vivido, había sido parte de una pesadilla.

Llevó su mano izquierda hacia el pecho, donde su corazón latía desbocado. Procuró calmar su respiración y buscó el reloj de su mesita. Eran las seis de la mañana, y él sabía que ya no podría dormir más.

Es demasiado pronto para un domingo.

Gimió, y cubrió su rostro con las sábanas.

Los ronquidos y aspiraciones de Vincenzo perturban el silencioso ambiente; por unos instantes, agradeció su compañía. Sentía, el ya conocido, dolor en su cabeza.

Su subconsciente estaba dispuesto a recordarle cada noche sus miedos más fructíferos, planteándolos mientras dormía, perturbando sus sueños, volviéndolos pesadillas. Venían cada noche, repitiendo la misma escena sin cesar en su cabeza. A veces eran más violentas que otras, pero todas tenían el mismo mensaje.

Fracaso.

Su alta y escuálida figura estaba envuelta por una vaporosa túnica oscura cubierta de polvo, cenizas y sangre. Su rostro se hallaba oculto tras la oscuridad de las sombras que le proporcionaba la capucha. Sin embargo, se intuían dos grandes ojos rojos como rubíes que brillaban, alimentados por el miedo y la muerte. Y luego, miraba a su alrededor. Los cadáveres, que yacían sobre el frío mármol oscuro de la sala de pintura, se le hacían conocidos, pero la sangre le hacía difícil reconocerlos.

Entonces lo veía a él.

Su cabello oscuro, pintado por las canas, estaba desordenado. Sangre seca estiraba la piel de su pálido y orgulloso rostro, contraído por una mueca de dolor. Su frente, plisada por el repentino envejecimiento, quedaba pegada al piso, lamiendo el suelo. Su espalda se hallaba doblegada de una forma antinatural. Un gran charco de líquido espeso envolvía la cabeza de su padre, como una aureola oscura.

No... Padre, no... Por favor.

Respiró hondo, intentando contener los nervios que burbujeaban en su estómago. Apartó las sábanas y bajó de la cama tambaleándose. La fría brisa de la mañana penetró en su cuerpo con violencia cuando abrió las sábanas. No se iba a conceder la oportunidad de recrearse en la angustia de la noche.

No eres más que un cobarde y un fracasado. Un mísero peón.

La agonía estaba creciendo en su interior, subiendo por su garganta, sin control.

Un escalofrío recorrió su espalda; un sudor frío nació en su nuca, y el pijama se le pegó a la piel. Su respiración se había agitado.

Había sufrido una pesadilla. Simplemente eso. No era real.

Apretó los dientes y dio un par de pasos, sintiendo como el suelo se movía bajo sus pies descalzos. Anduvo torpemente hacia el baño y apoyó todo su peso sobre el marco.

Necesitaba detenerse un instante, de repente, todo le daba vueltas.

Tomó varias respiraciones, pero apenas pudo soportar la bilis. Corrió hasta el interior, cayó dolorosamente sobre sus rodillas y vomitó toda su cena en el retrete.

Cerró los ojos y respiró hondo, tratando de apaciguar la desagradable sensación de regurgitar. Tiró rápidamente de la cadena, para limpiar el desastre. Cerró la tapa y apoyó su frente sudorosa sobre la fría porcelana. Se tomó unos minutos de descanso. La garganta le ardía y aún sentía más arcadas.

El Eco de Una BalaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora