El sonido de las ramas crujiendo bajo sus botas resonaba en la mente de Jesse, pero no era lo suficientemente fuerte como para ahogar los gritos en el aire. Aún podía escuchar los gritos. Aún podía oler el humo. Aún podía sentir la mano temblorosa de su madre, apretando la suya mientras corrían entre las calles de Washington en llamas.
La primera imagen que llegó fue el caos. Recuerdos que siempre aparecían en los momentos de silencio. Gente gritando, autos atascados, incendios en edificios cercanos. Era como si alguien hubiera desatado el infierno en la tierra. Tenía 11 años en ese entonces, aún con la esperanza de que todo fuera un mal sueño. Pero no lo era.
- ¡Por aquí, Jesse! - La voz de su madre era lo único que le anclaba a la realidad. Clara, firme, llena de una desesperación contenida, pero que aún reflejaba un atisbo de esperanza. La seguía sin dudar, esquivando escombros y cuerpos inmóviles en el suelo. Todo había ocurrido tan rápido. El brote. Los ataques. La caída del gobierno. El derrumbe de todo.
Todo ésto en menos de una semana.
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Se unieron a un pequeño grupo que intentaba escapar de la ciudad. Algunos vecinos, otros simples desconocidos. Todos con el mismo objetivo: sobrevivir. Entre los vecinos estaba Liam, un hombre alto con gafas que intentaba mantener la calma, y Roxane, una joven madre con su hija en brazos. Se dirigían al sur, hacia un lugar donde creían que habría menos infectados, más seguridad. Pero sabían que no había certezas.
Horas después, cuando el grupo se encontraba avanzando por una carretera desolada, algo cambió. El susurro de los caminantes comenzó como un eco distante, y pronto se convirtió en un rugido. La horda apareció entre los árboles, caminando hacia ellos. En el caos, uno de los caminantes logró atrapar a Liam, mordiéndole el brazo antes de que pudiera siquiera gritar.
