"El comienzo del final"

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Un escalofrío recorre mi cuerpo mientras el látigo, húmedo y despiadado, azota y desgarra mi piel sin piedad. Mis labios liberan gemidos y quejidos en perfecta sincronía con el dolor, mientras mi cuerpo y piernas tiemblan sin tregua. Puedo sentir el carmesí líquido descendiendo por mi pálida y desnuda espalda, tiñéndola como un lienzo en blanco. Un sabor amargo inunda mi boca y las lágrimas saladas brotan de mis ojos azules, empapando mis ya enrojecidas mejillas.

Al concluir sus tareas, la persona se retira en absoluto silencio, dejándome atónita. Mientras tanto, yo permanezco inmóvil, tratando de asimilar lo ocurrido. Ansiando una vida diferente, me encamino hacia el altar del convento, ocultando con dificultad una sonrisa frente a las novicias, quienes hacen caso omiso de los abusos de la madre Eva. Ella, despiadada, castiga mi frágil cuerpo con golpes, latigazos, quemaduras y azotes cada vez que descuido mis deberes en la comunidad religiosa.

—Hermana Lilith, ¿te encuentras bien? —Una dulce voz rompe el silencio, y al girar la cabeza, descubro que es la hermana Eleanor, mi única compañera en este sombrío rincón.

—Te he pedido que dejes de llamarme de esa manera. Esa identidad ya no existe y podría acarrearnos problemas. Esta es la última vez que permito que me llames así, ¿estamos claras? —respondo con firmeza y dureza.

Eleanor suspira y se disculpa—. Sabes que no es mi intención herirte. Además, tu bata está manchada de sangre en la espalda —señala con preocupación—. ¿Lilith, qué pasa?

—No es nada, he tenido un accidente en el sótano antes de llegar aquí, pero no importa. Haré mi oración e iré a curarme —respondo tajante y, cortando la conversación, me dirijo a arrodillarme y prosigo a empezar mi rezo.

Terminando mis deberes, me dirijo a mi habitación que queda en el segundo piso del convento, justo al lado del sótano. Al llegar, me encuentro con una recámara en perfecto orden, en un estado neutral y en completa soledad. Una sola cama con un baño iluminado por una lámpara en una mesita de noche y una ventana por donde la fría brisa entra gracias al clima bajo que presentamos en esta temporada. No era mucho, pero supongo que no necesitaba nada más. Me siento en la fría cama y mis manos se dirigen al primer cajón de la mesita de noche, donde saco un paquete de algodones y una botella vieja de alcohol. Sumerjo el algodón en el alcohol y con leves toques empapo mis heridas de ese líquido frío. Mi cuerpo se estremece al sentir ese ardor punzante en dicha zona, pero con determinación y eficacia logro curar cada centímetro de aquella profunda abertura.

Al terminar, decido tomar un baño, sintiendo cada fibra de mi cuerpo destensarse ante el caliente tacto de mi piel con el agua hirviendo. Despojo mi mente de aquellos pensamientos que perturban mi mente y que acechan mis sueños cada maldita noche en pesadillas que explotan mi sueño. Tan solo recordar sus manos encima de mi cuerpo, tocándome y desgarrando mi interior, arrebatándome mi inocencia, llenándome de asquerosas y rudas caricias y susurrándome enfermizos comentarios sin vergüenza alguna. Sin duda, un recuerdo del pasado que seguía atormentando mis días y mi existencia como si fuera ayer. El ardor en mi espalda me saca de mis pensamientos. Envuelvo mi húmedo cuerpo en una blanca toalla para, minutos después, colocarme la pijama que constaba de una bata blanca y lisa que resaltaba la pureza de mi cuerpo y rostro.

Enseguida oigo el crujir de la madera de la puerta de mi habitación ante el toqueteo duro y constante. En seguida, mi vista capta la figura desesperada y exaltada de la hermana Adeline, con aquel porte descuidado y luciendo una cara sudorosa y un tanto nerviosa. Sostenía una pesada lámpara de hierro que escondía una vela en su interior, alumbrando perturbadoramente el oscuro lugar. Aunque era relativamente tarde, la hermana Adeline lucía más despierta que nunca, como si hubiera visto un fantasma.

—Hermana Anastasia, a la madre Eva le urge verla en este momento —dijo ella con su respiración agitada.

—¿De qué se trata? —dije con un atisbo de frialdad. En realidad, no me importaba, pero si la madre superiora me mandaba a llamar a altas horas de la noche y la hermana Adeline lucía nerviosa, solo podía significar algo...

—No lo sé, la madre superiora no especificó, pero parecía un tanto preocupada y solo alcancé a percibir a un joven, uno muy apuesto, aunque jamás en mi vida lo había visto en el pueblo, lo cual es raro porque habló muy amenamente con la madre superiora.

Quedé perpleja, más bien, quedé muda y fría. La sangre abandonó mi cuerpo y, por unos minutos, las náuseas me invadieron y solo pude correr hacia el baño para vomitar aquel asco insoportable que ya hacía en el escusado. Traté de controlar mi respiración, pero mi ansiedad me carcomía la cabeza.

No puede ser él, no pudo haber regresado, es imposible...

O eso pensé.

Sombras de CarcasonaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora